martes, 17 de diciembre de 2013

EN ESTADO DE MODORRA

Soldados alemanes muertos por congelación
Lo se por propia experiencia. Al borde de la congelación, una cordada de alpinistas siente sueño. Levantarse y caminar supone un inmenso esfuerzo, que parece infinitamente superior al de acurrucarse y dejarse morir. Resulta tentadora esa modorra que les facilita el tránsito a la muerte. Podrían abandonarse a ese estado, antes que ellos muchos así lo hicieron. Pero también podrían optar por rebelarse a ese destino. Algunos lo hicieron  contra toda lógica o estadística. Recurrieron a una fuerza interior que les impulsó a levantarse, a caminar y, probablemente, eso les permitió seguir viviendo. Es una fuerza inmensamente positiva, ajena a las leyes por las que se rige la materia, que se opone a la entropía desde el interior del sujeto y nos hace pensar en una dimensión integral del caos, que sólo puede ser enfrentado por una fuerza contraria y de igual dimensión, por una revolución integral. 

Tenemos conocimiento de una ley relativa a la materia que describe cómo ésta tiende, de modo inexorable, a su contínua fragmentación y descomposición. Es la entropía, la segunda ley de la termodinámica. Sabemos también que la materia es energía y que, aunque ésta no se crea ni se destruye, cuando se desmorona, haciéndose añicos, ya no es operativa aunque siga existiendo. Este conocimiento de la entropía nos sitúa en un mundo limitado, en un planeta que es tan finito como la vida que contiene, de la que formamos parte. Sabemos que todo cuanto existe surgió de un caos precedente y nos parece que a la larga nada podemos hacer contra esta fuerza todopoderosa que apunta al caos, que concluye en la muerte. Incluso, a veces, intuimos que cada uno de nosotros somos resultado del caos que es un encuentro sexual, cuando dos cuerpos alejan el sentimiento de la muerte  fundiéndose en un gesto encaminado a generar nueva vida…y de nuevo, la vida nos parece una reproducción del ciclo creación-destrucción-creación que comienza y acaba a partir de cada caos, donde nacen nuevos mundos y de los que surge la vida.

La ley de la entropía hace que sea ciertamente previsible la extinción del planeta que habitamos, como de todas las formas de la vida, nuestra propia especie incluida. En comparación con la dificultad del orden y la vida, el desorden y la muerte nos parecen fáciles. Los seres y las cosas se mueren y desordenan casi solos. Se nos cae un jarrón y su materia no deja de existir, ahí están sus trozos, desordenados y desperdigados por el suelo; cierto es que podemos recomponerlo, pero con un aporte de tiempo y energía infinitamente superior al empleado en crearlo; y no digamos al destruirlo, que fue casi nada, sólo un instante, por un tropezón, en un descuido. Al final de los tiempos el  jarrón acabará descompuesto, lo sabemos por la ley de la entropía, pero también sabemos que podemos poner cuidado en su manejo, que podemos evitar los tropezones que adelantan su destrucción. No tenemos poder para evitar la entropía de la materia, sea inerte o viva, pero sí lo tenemos para acelerarla o retrasarla y, por eso, nos resulta tan absurdo contemplar el tiempo en que vivimos, tan obcecado en ignorar ese poder (sintropía) contrapuesto a la entropía, una fuerza positiva  capaz de restaur el orden democrático de la vida, sin más gobierno que el de su propio equilibrio anárquico, responsable de impedir el escoramiento hacia el vacío, de que la vida siga reproduciéndose y teniendo sentido, junto al más largo de los posibles futuros. 
  
Desde las ciencias sociales hay quien ha puesto su pensamiento a trabajar en una reflexión paralela, por la que existiría una entropía social, aplicable a la dinámica de la propia sociedad humana. Seguro que tienen sólidos fundamentos, seguro que nuestra experiencia histórica da para ello y para más. Dicen que cuando el sistema social tiende al totalitarismo, ello provoca siempre un desequilibrio y una reacción contraria, generadora de crisis, antesala del conflicto que precede al caos; según ese modelo, sucedería entonces una re-evolución creativa, una revolución radical y en esencia conservadora, que abre de nuevo el horizonte hacia un nuevo orden en equilibrio, que intenta postergar el caos, reagrupando la materia social y su energía, los trozos rotos del jarrón, para iniciar un nuevo ciclo,  digno de tal  esfuerzo y empeño.

No me atrevo a sentenciar sobre tiempos remotos, no sé si esas periódicas revoluciones que se han venido sucediendo en cada época histórica lograron sus  pretendidos objetivos, no sé si hoy lo estamos contando gracias a eso. Sin embargo, alcanzo a tener datos y experiencia que me hacen tener una certeza: las últimas revoluciones, las que nos son más cercanas, las que han determinado nuestro actual modo de vivir, no han logrado contrarrestar la entropía sino que, muy al contrario, han contribuido a su incremento y aceleración como nunca sucedió en otras épocas, a tenor de sus palpables resultados. Un sentimiento de fracaso invade nuestra civilización y parece atenazarnos en estos tiempos de crisis, al imaginar el tamaño descomunal  del conflicto necesario para resolverla, cuando nos sentimos paralizados por una modorra social que interpretamos como preventiva aceptación de la derrota, que parece proclamar la inevitabilidad del caos.

Hemos empezado a pensar que algún error común, sin duda, han tenido todas esas revoluciones –burguesas unas y obreras otras- fracasadas en estos dos últimos siglos de modernidad neoliberal y marxista, industrial y postindustrial, estatal y capitalista. Conocemos bien el error burgués: su alma pesetera, el impulso depredador que trata la naturaleza como botín a conquistar, que considera al resto de los seres humanos como parte de la fauna a dominar. Su entrópica contribución al caos es, pues, sobresaliente.
Pero menos conocido es el error de las revoluciones obreras, inicialmente positivas, impulsadas por un aparente afán igualitario y justiciero. Sin embargo, al ver su trayectoria y resultados, lo que vemos tras el obrerismo de las clases dirigentes de la izquierda no es sino un caballo de Troya para su asalto al Estado y al Capital de la burguesía, una tramoya en cuya barriga se esconde el bicho burgués, el mismísimo ego: aquél que destruye al sujeto y hace imposible la convivencia en comunidad, el  que ansía consumir y acaparar, el que quiere poseer más de lo que necesita y todo lo que otros tienen, ese  envidioso mirón de la vida ajena, un experto voyer,  el sabelotodo que no sabe nada de sí mismo. 

Promotores de la derecha y de la izquierda practican la misma liturgia del poder, una idéntica adoración por la Economía y el Estado, la misma estrategia para anular la autonomía del sujeto, su espíritu libertario y comunitario, para moldearlo y dominarlo tras convertirlo en masa, papilla. Su contribución a la entropía es comparable a la de la burguesía, incluso nos parece mayor por ser más engañosa. Derecha e izquierda mueven su pesada carga negativa sobre el mismo lado del navío-mundo, donde van los polizones sin billete y los viajeros  con billete de cubierta. Su  tarea común es entrópica,  ambas facciones trabajan para el caos. Y lo peor es que lo saben. Pero no les importa, creen que el caos, como la crisis,  no les afectará a ellos. Tal es la profundidad de su ignorancia, el alcance  hegemónico y universal de su burguesa filosofía de la vida ("a mi plin, que me quiten lo bailao"), que nos introduce en el estado de modorra,  en la ilusión del bienestar y el felicismo, que tanto favorece la entropía espiritual, social y material de nuestro mundo. 

Y ahí estamos ahora, en estado de modorra, en ese instante crítico en el que todavía tenemos una oportunidad de ponernos en pie.



2 comentarios:

mikaela dijo...

Suelo estar en acuerdo con lo que dices. Hoy más todavía: un instante crítico.

Bssss

José Manuel dijo...

Genial, como siempre. Me ha gustado mucho el artículo. Siempre quedará algo de esperanza en el mundo mientras haya unas pocas mentes lúcidas capaz de atisbar la verdad y dispuesta a luchar por la revolución integral. Un abrazo, José Manuel