martes, 7 de mayo de 2013

LAS EDADES DEL HOMBRE


Torre de Babel: en hebreo bl-bl significa balbuceo, confusión al expresar algo.

Identificada la servidumbre y la escasez como realidades y mitos del mal, siendo testigos de la evidencia de su triunfo por largos siglos, algunos de nosotros hemos adquirido conciencia de nuestra responsabilidad en esa herencia y estamos dispuestos a dar testimonio de ello. Hemos puesto un pie en otra orilla, en cuyo territorio desconocido nos hemos decidido a fundar en los próximos tiempos una ciudad nueva, llamémosla Nueva Ur, a partir de los escombros y enseñanzas que nos dejaron las derrotas anteriores.

Y esa decisión nos hace ver la historia de otra manera y, en consecuencia, nos lleva a renombrar las edades del hombre, organizando éstas en dos grandes Tiempos, uno que está concluyendo y otro que habrá de venir. Al primero lo hemos denominado Tiempo Germinal y para el otro hemos reservado el nombre provisional de Tiempo Medio, porque no lo hemos pensado como tiempo final, sino de transición, ya que en él deseamos que sucedan tales maravillas que nos obliguen a inaugurar terceros y siguientes tiempos, tanto en ésta como en  otras remotas comarcas del Universo.



TIEMPO GERMINAL
Que abarca los siglos en los que fue construido todo lo nuevo que hasta ahora ha sido: la idea de Dios, la primera ciudad y la primera pirámide.


I. La edad de las semillas y la guerra (es el tiempo de las grandes innovaciones, en el que se crean los dioses, se esbozan  las ciudades futuras y son ensayadas la propiedad y el  estado. Es el tiempo en que la guerra se impone como necesidad permanente).

“Los primitivos bardos sumerios volvían la memoria hacia una edad de oro preurbana, cuando "no había serpiente ni escorpión, ni hiena ni león, ni perro salvaje ni lobo"; cuando "no había miedo ni terror y el hombre no tenía rival". Por supuesto, esa época mítica nunca existió y, sin duda, los mismos sumerios tenían oscuramente conciencia de este hecho. Pero los animales ponzoñosos y peligrosos cuya presencia suscitaba sus temores habían adquirido, con el desarrollo del sacrificio humano y la guerra sin freno, una nueva forma: simbolizaban las realidades del antagonismo y la enemistad entre los hombres”.

Lewis Mumford, texto de “La ciudad en la historia”, 1.966


El hombre primitivo vive en un mundo poblado de bestias que  compiten con él por la comida y por el territorio. Buscando una explicación para ese mundo, crea los dioses, seres que imagina responsables de la existencia del conjunto de las bestias como del territorio habitado en común por ellas y por los hombres. Percibe que es muy distinto a las bestias, más débil pero más inteligente, y lo justifica sintiéndose preferido de los dioses, que a falta de fuerza y tamaño le han dado la astucia y la inteligencia del cazador; con ellas desarrolla tecnologías para emboscar, matar, degollar y comer a las bestias; la tribu recurre al poder de los dioses e invoca su ayuda para vencer al mal, identificado con la muerte, personificado en el acoso de la enfermedad y  de las bestias.

Los dioses son ajenos y superiores, tienen el poder y la fuerza de la que carecen los hombres, su poder libera al hombre de responsabilidades, los dioses administran justicia y quienes la ejecutan lo hacen sólo en su nombre; los dioses son justicieros, infringen castigo a los hombres cuando éstos son vencidos por la enfermedad y las bestias, les recompensan cuando son ellos quienes se alzan sobre aquellas.
Viven en pequeñas comunidades depredadoras, continuamente buscan nuevos territorios de caza y a veces los encuentran ocupados por otras comunidades humanas. Llevados por la costumbre, el oficio de cazar les ha preparado para el de la guerra. Las frecuentes derrotas agudizan su ingenio y emplean las artes de la caza para vencer al extraño que invade sus territorios de caza, ese que adora a dioses distintos a los suyos.
La tribu practica la depredación y la propiedad cooperativa, el reparto del botín  es igualitario. Uno de ellos actúa de intermediario ante los dioses para reclamar su apoyo y beneficio o para aplacar su ira con sacrificios. La jerarquía no va más allá, la igualdad elimina los conflictos en el interior de la tribu y significa su propia supervivencia, la monarquía todavía es sólo un pálido apunte inspirado por la idea de la autoridad divina. El jefe, el curandero y el sacerdote son todavía  un burdo esbozo de la futura institución del Estado.

Las mujeres han observado la naturaleza, han pensado que pueden reproducir la forma en que crecen los frutos que ellas mismas recolectan cerca de las grutas y cabañas en las que la tribu se asienta durante los días en que tiene lugar la provisión de carne, cerca de los cazaderos; también han pensado que pueden domesticar a las bestias menos peligrosas y cercarlas al abrigo de lobos y otras alimañas. Así, la tribu podrá disponer de carne y leche con frecuencia, evitando los periodos de escasez, tanto como los peligros y fatigas que conlleva la cacería. Esos emprendimientos llevan a la tribu a instalarse donde la tierra parece fértil, donde corre el agua, donde hay pasto y leña para alimentar el fuego. Y aunque hayan abandonado la vida nómada, procuran que haya caza en el nuevo territorio en que se asientan. La tribu crece por agregación de familias y un día varias de ellas se agrupan en Ur, al sur de Mesopotamia, cerca de la desembocadura del río Eufrates, en tierras del hoy debastado país conocido por Irak. Ur es una urbe pequeña, pero mucho mayor que la aldea en que se alojaban las tribus fundadoras, pero es algo nuevo, ciudad al fin, que vive de los recursos existentes en el territorio que la circunda; con frecuencia sienten el acoso de otras tribus y ven la necesidad de levantar una muralla de barro, piedras y palos, para defenderse del ataque de otras tribus o donde hacerse fuertes para ir a su conquista. En Ur las actividades humanas se amplían y diversifican, provocando la especialización y el surgimiento de nuevas habilidades y tecnologías. La urbe primitiva inicia así una rápida transición hacia una nueva era de la sociedad humana, una edad escrita y, por tanto, inscrita en la historia.

II. La edad del pensamiento vertical y la megamáquina (es el tiempo en el que se consolida el mito de la escasez y la necesidad de la guerra; la edad media y moderna en la que es creado el derecho como compensación a la servidumbre, en la que más tarde será planificada y ejecutada la sistemática destrucción del sujeto y la comunidad).

“La idea del mal ligada a la metrópolis es algo que, sin embargo, se mantuvo mucho más allá de cualquier solución urbanística o arquitectónica. Estaba, en realidad, en todas partes: sólo encontraba, y producía, espacios donde enseñorearse de acuerdo a los sucesivos grados y modos de modernización que fueron experimentando las ciudades a partir de la revolución industrial. Es decir, a medida que el proceso se iba desprendiendo de sus utopías humanistas y emancipadoras y se transformaba en una maquinaria destinada exclusivamente al lucro, la especulación y la eficiencia”.

Zenda Liendivit, fragmento de “La metrópolis y el mal”, 2006, revista Contratiempo.


Desde primera hora de la mañana, miles de hombres arrancábamos cubos de piedra en la cantera cercana a la pirámide que se construía cerca del gran río. Otros miles las dábamos forma definitiva para después transportarlas sobre rodillos durante varios kilómetros, hasta el inicio de una gran rampa, previamente construida por otros miles de hombres; otra multitud tomaba el relevo para rodarlas cuesta arriba, donde serían exactamente colocadas por la siguiente multitud, siguiendo un diseño dirigido a otorgar eterna gloria y morada al faraón, nuestro señor.

La pirámide está perfectamente diseñada a partir de una inmensa base que irá estrechándose a medida que crece, acabando en una estrecha punta que la eleva y aproxima al más allá, al lugar donde será posible otro mundo mejor, tras la muerte. Quienes arrancábamos las piedras del cantil, quienes las dábamos forma, quienes las arrastrábamos y colocábamos en su exacto sitio , sólo veíamos a quien nos gritaba y azotaba ; él nos humillba porque, como nosotros, no tenía otra opción, su destino y el nuestro obedecían a un plan escrito en los planos del faraón; bien es verdad que gracias a ese plan, él y nosotros tendremos hoy compensación a nuestros respectivos trabajos, fatigas y humillaciones y al mediodía tendremos comida y, al final de nuestras vidas, puede que habitemos otro mundo mejor.

Es así como surge la industria de la pirámide, ante la que conviene no ceder al engaño de su simple apariencia, porque la pirámide no es sólo conocimiento geométrico y astronómico, no sólo es arte complejo de planos y poleas, no sólo el sudor de los trabajos necesarios para amontonar las piedras que la constituyen, es un plan, una máquinaria perfecta que todo y a todos organiza, nos proporciona alimento como recompensa y, sobre todo, nos sitúa en el lugar correspondiente, a fin de que la inmensa construcción resultante termine en punta.

Los viajeros procedentes de tierras lejanas y que tuvieron oportunidad de conocer los grandes logros de la ciudad de Ur, replicaron el modelo en sus propios territorios, y lo perfeccionaron más tarde, tras ver a orillas del Nilo las muchas eficiencias, económicas, sociales y políticas, resultantes por la construcción de las pirámides. Y lo reprodujeron por varios siglos y por todas las geografías del mundo conocido.

Pero no todo fue sumisión, porque siempre hubo resistencias, siempre hubo esclavos que soportaban mal  el destino marcado para sus vidas, el limitado por las murallas de Ur, el señalado por la punta de las pirámides. Los hubo que cuestionaron  el poder de los dioses, incluso los hubo que intentaron el asalto a los palacios de Ur y hasta quienes se rebelaron contra el látigo de los capataces. Pero el transcurrir de los siglos trajo innumerables y continuadas derrotas. Incluso en las contadas ocasiones y países donde los esclavos sublevados llegaron a gobernar, la derrota les sobrevino tras imitar los vicios de Ur y tras ser organizados según los planos y la arquitectura de las viejas pirámides.

La guerra nunca cesó durante los siglos en que fueron replicadas las urbes por oriente y occidente. Cada ciudad tuvo señor que también lo era de las tierras circundantes en nombre propio o de algún rey. Las industrias eran por entonces muy simples, sólo de la guerra, la construcción y el alimento,  todas en manos del señor, hechas por artesanos y  campesinos,  obligados éstos a pagar impuestos, mediante cosecha, monedas y vasallaje, a cambio de la defensa que el señor feudal o su rey les procuraba. Nacían así los fueros, el derecho como pacto de sumisión, aquello que sería fundamento del aún lejano Estado de bienestar. Por siglos, los campesinos resistieron los abusos del vasallaje y, aún sometidos a la obediencia de los fueros, lograron espacios de parcial libertad y autogobierno en el manejo y administración de los comunales, aquellas tierras y recursos cedidos por el feudo al común de cada aldea, a los campesinos.

Dedicados a la fabricación de artesanías y al comercio, los habitantes de Ur intercambiaban sus productos por  los alimentos que producían los campesinos que habitaban las aldeas. Las dificultades de aquel intercambio fueron resueltas con la invención del dinero, que primero fueron simples monedas de metales valiosos. Esta invención trajo detrás otras muchas y con grandes consecuencias. Permitía convertir la propiedad en capital acumulable, cada cosa producida en mercancía, incluso el propio trabajo fue convertido en mercancía adquirida con dinero en un mercado; su acumulación era posible sin las mermas que aquejan a las mercancías; y, sobre todo, permitía ser utilizado como producto mismo, el más preciado de todos los productos, el que podía ser prestado produciendo grandes beneficios en tal comercio. El dinero, a diferencia de los tomates o las sillas, podía ser fabricado con apenas trabajo y materia prima,  podía hacerlo el Estado mismo, para prestarlo después o venderlo con notable beneficio, teniendo por clientes cautivos y de por vida a  todos sus súbditos.

Pasó un tiempo entre grandes guerras, entre países y entre bloques de países, y siguieron otros tiempos intermedios de aparente armonía, en el que el gobierno de Ur proporcionaba jardines y bulevares para el solaz de los esclavos, construía hospitales y escuelas para procurar elevación sobre su natural ignorancia y enfermedad. El gobierno tornó el látigo por la zanahoria para el logro más amable de su mismo propósito; por entonces, el gobierno de Ur ya había recuperado y perfeccionado la antígua práctica de Atenas, el gobierno del pueblo; había conservado el nombre original de aquel método –demo/cracia- pero sentó allí esta vez a los representantes de los esclavos. Así, el pueblo podía decidir cada cierto tiempo quienes serían sus capataces, los que habrían de defender sus derechos, teniendo el respeto del Estado -el ejército y el gobierno de Ur- siempre que el pueblo respetase a su vez lo escrito  en aquel antiquísimo pacto, merced al cual se mantenían en pie las murallas de Ur y la sabia arquitectura por cuya razón toda pirámide siempre acaba en punta...tal y como estuvo escrito desde siempre en las estrellas, por el bien de los esclavos, apuntando siempre al más allá.



TIEMPO MEDIO
Que abarca el presente siglo y los venideros, en los que serán aprovechadas las erróneas enseñanzas de las edades anteriores.

…nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.
Jorge Luis Borges, fragmento del poema “Barrio reconquistado”

No todos los deseos conducen a la libertad, pero la libertad es la experiencia de un deseo que se reconoce, se asume y se busca. El deseo no implica nunca la mera posesión de algo, sino la transformación de ese algo. El deseo es una demanda: la exigencia de lo eterno, ahora. La libertad no constituye el cumplimiento de ese deseo, sino el reconocimiento de su suprema importancia.
Jhon Berger, fragmento de “Con la esperanza entre los dientes”


III. La edad de la desobediencia y la transición (es el tiempo actual, dedicado a la insurrección generalizada y a la  reconstrucción simultánea del sujeto y la comunidad).  

Es tiempo de grandes crisis y confusiones, en el que sólo por la conciencia y voluntad del sujeto puede cambiarse el curso de la historia humana y el destino decidido para los esclavos de siempre, asalariados de ahora. La comunidad que habrá de heredar las ruinas de Ur y su megamáquina, la que habrá de fundar las pequeñas ciudades resultantes de su deconstrucción, sólo puede ser originada por un sujeto reconstruido a sí mismo a partir de lo aprendido de tiempos anteriores y de su propia experiencia en esa reconstrucción de sí  y la comunidad.

El sujeto así  resuelto, sabrá que su nuevo territorio ético es el deber, sabrá que tiene que renunciar a toda invocación al estado de derecho,  causa feudal del estado de sumisión que ahora lamentamos, el que ha determinado su derrota continuada, individual y comunitaria.

Tendrá el deber de ser libre, renunciando a toda entrega de su libertad compensada por servidumbre. Sabrá que es plenamente responsable de sus propios actos y compromisos,  que nunca podrá derivar dicha carga ni  en la comunidad ni en individuo alguno.

Tendrá el deber de considerar, tratar y cuidar como iguales a sus semejantes, sin distinción alguna; y sabrá que en tal situación, no hay derecho que tenga lugar ni sentido.

Tendrá el deber de compartir el uso de la Tierra y sus frutos,  no apropiándose de parte alguna, contribuyendo, además, a su justa y comunitaria administración, así como al equilibrio natural que mantiene y reproduce la vida de las especies.

Tendrá que contagiar su estado de conciencia y hacerla comunitaria y global, provocando desobediencia e insurrección. Sin el cumplimiento de las dichas tareas esta edad no será posible en el presente, y en tal caso, la edad de la abundancia tendrá que esperar otra oportunidad histórica, a otra generación mejor dispuesta.


IV. La edad de la autonomía y la abundancia (el tiempo en el que habrá de fundarse la comunitaria ciudad de Nueva Ur, a partir de las ruinas de sus antíguas murallas y pirámides: parlamentos, bancos, fábricas, palacios, templos y universidades).

Si bien es cierto que las ciudades fueron una y otra vez destruidas por guerras, saqueos y catástrofes contínuas, también lo es que sobre la materia prima de sus ruinas, una y otra vez fueron reconstruidas por savia joven, esclava o  asalariada, secuestrada en los campos de batalla o proveniente, en todo caso, de la periferia campesina y sus aldeas. 

De ahí, la enseñanza a extraer para esta edad, en la que habrá de suceder  la deconstrucción de la metrópolis, reconvertida en múltiples ciudades rurales,  libres de Estado y Capital, igualitarias y autogobernadas, tan industriosas como campesinas y artesanas, responsables de administrar la consecuente abundancia.

La escasez es la condición necesaria para la construcción de las pirámides por los esclavos, el resultado de separar con una muralla las fábricas artesanas y los campos de labor. La escasez es el motor que alimentó la megamáquina esbozada en la ciudad de Ur, mejorada más tarde en la arquitectura piramidal del imperio egipcio y sublimada en los Estados nacionales posteriores. Su máxima perfección y extensión es plenamente actual y no es fácilmente visible, porque nos circunda por fuera y nos invade desde dentro, es el regimen global del  imperio capitalista.

La escasez provocada desencadena el deseo de una abundancia consumista y patológica; su promesa, imposible de cumplir en beneficio de los esclavos, lubrica y nutre a la megamáquina. Como sucede con el derecho, la naturaleza de la escasez es negativa y adictiva, provoca  miseria y dependencia, sumisión y esclavitud por siempre. La abundancia, por el contrario, niega la escasez por innecesaria, es el estado racional de la vida liberada, compartida con los iguales, inteligente y positiva.

Eso es lo que libremente pensamos, lo que deseamos y necesitamos y, por tanto, eso es lo posible: las nuevas y posibles edades del hombre.


Nota: sólo por el hecho de que las reflexiones anteriores no provengan exclusivamente de la transmisión académica procurada por mi familia y el Estado, este ejercicio de libre pensamiento no debiera ser considerado como atrevimiento y osadía por mi parte, sino como simple expresión de autonomía.

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