El nuevo gobierno de Japón |
La central
nuclear de Fukushima fue diseñada por la General Electric estadounidense, empezó a funcionar en 1.971,
fue construida por la compañía japonesa TEPCO, que comenzó su explotación en
1.971. Tenía un muro de contención de seis metros de altura a pesar de saberse
que en la zona podían producirse tsunamis de más de treinta metros de altura. El
11 de marzo de 2011 tuvo lugar el terremoto que dañó el tendido eléctrico que
debía de haber enfriado los reactores tras su brusco parón; los motores de
emergencia, alimentados por gasoil, también fallaron a causa del tsunami que
siguió al terremoto. El muro de seis metros no pudo impedir que el tsunami
penetrara en la central con una altura que superó los cuarenta metros en alguna
de sus zonas, provocando una sucesión en cascada de fallos tecnológicos, que
significaron la pérdida de control de la central y la consiguiente generalización del caos.
La compañía
TEPCO empezó a verter al mar 11.500 toneladas de agua contaminada
radiactivamente, a primeros de abril, para liberar espacio dentro de la central,
lo que le permitiría meter allí aguas aún más contaminadas, procedentes del
interior de los reactores. Dos meses
después, en junio de 2011, se confirmó que en el momento de la catástrofe, los
tres reactores que estaban activos en aquel momento habían sufrido la fusión
del núcleo. Tras la magnitud de la catátrofe, las autoridades japonesas
declararon el estado de emergencia nuclear y las medidas adoptadas, tanto las
dirigidas a controlar el accidente nuclear, como las enfocadas a garantizar la
estabilidad del sistema financiero nipón, fueron respaldadas por el Fondo
Monetario Internacional y otros organismos internacionales.
Los
trabajadores de la central fueron expuestos a niveles de radiación cien mil veces
superiores a los normales. Los niveles de yodo radioactivo en el agua del mar
fueron 1.850 veces mayores que los marcados por los límites legales de
seguridad. A los pocos días, el yodo radiactivo era detectado en el agua
corriente de Tokio, al tiempo que eran detectados altos niveles de
radiactiovidad en la leche y productos agrícolas producidos en un amplio
entorno de la central. Una semana después de la catástrofe, la radioactividad
traspasó el Océano Pacífico, alcanzando las costas de California. Poco más
tarde, la contaminación radiactiva llegó a las costas finlandesas, en el norte
de Europa, y desde allí, en pocos días alcanzó el litoral ibérico, e incluso en
el aire, fue detectado un aumento de yodo y cesio, provenientes de la central
japonesa de Fukhusima. El informe oficial decía que no existía peligro para la
salud.
Desde
entonces, todos los organismos internacionales que tenían competencias en el
desastre, han sido cuestionados por su falta de independencia y su sometimiento
al dictado del lobby nuclear, hasta el punto de que la propia OMS (Organización Mundial de la Salud) se ha
desentendido totalmente de las víctimas de las catástrofes nucleares.
El nuevo Gobierno japonés, presidido por el “demócrata”
liberal Shinzo Abe, tras las elecciones del pasado 16 de diciembre, ha anunciado que se está replanteando el
apagón nuclear, pese a la oposición de la mayoría de la población, con el
conocido argumento de “me gustaría no tomar esta medida, pero si queremos seguir
creciendo, nuestra economía no puede prescindir de la energía nuclear”. Este sobado argumento ha alcanzado extensión
universal y lo oímos repetido a todas horas, como un mantra machacón,
eternamente reproducido, a izquierda y derecha,
por todos los pajes políticos del mundial sistema de mercado. En las encuestas
de opinión, la mayoría de los japoneses -como la mayoría de los españoles-
dicen de todo, pero en la “democracia” real tragan con lo que haga falta, ese
es el problema: ¡todo por el crecimiento!
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