lunes, 27 de agosto de 2012

LA TRAVESÍA DE LA TRANSMODERNIDAD



Sentirse en el mundo es empresa muy difícil para el individuo aislado en el que nos hemos convertido; más todavía para la comunidad perdida de la que algún día creímos formar parte. A lo más que podemos aspirar es a sentirnos mínimamente orientados en el caos de direcciones que nos van apareciendo en cada cruce de situaciones, a disponer de una cartografía básica en la que poder situarnos en algún lugar, cuando los lugares han dejado de serlo y los territorios no son sino fragmentos inconexos de un mapa global incomprensible para la dimensión humana y para su necesidad vital de concreción territorial, comunitaria por convivencial y tan racional  como abstracta y utópica.

Para ello, necesitaríamos hacer un ejercicio sincrético, que nos permitiera disponer de un mapa local que representara el territorio de nuestra experiencia vital, un mapa en el que nos reconozcamos como individuos con una historia tan personal como local -puro empirismo relacional-, junto con  unas coordenadas teóricas -puro racionalismo científico-, que nos ayudaran a resituarnos respecto de esa líquida representación del territorio-mundo impuesta por el capitalismo tardío y dibujado por éste como un mapa  exclusivamente espacial, único y global mapa de “la realidad”.


Sería la búsqueda de una relación transformadora, se trataría de un verdadero rescate del secuestrado y  precario individuo que hoy somos, del antíguo y autónomo individuo que nunca fuimos, pero que aún nos gustaría llegar a ser. Sería una reconstrucción global de la utopía democrática, de la autonomía individual y del autogobierno comunitario, que tantas veces hemos imaginado y ensayado con desigual fortuna, pero que  todavía no hemos sido capaces de construir, otorgando motivos a  F. Fukuyama  para proclamar el fin de la historia.

El espacio propio del mapamundi  global y único existente es la megápolis capitalista y postmoderna, pura utopía de espacialidad,  expropiatoria del individuo y de la comunidad,  pura democracia robada. Todos los “otros espacios”, territorios temporales, esbozos democráticos  que sobreviven en el interior como en el exterior de la postmegápolis capitalista, son espacios o bien atrapados o bien excluidos y, por tanto, inexistentes. Son territorios lastrados por el peso de su naturaleza preespacial, herencia del moderno capitalismo ex-local, ex-agrario y ex-industrial. Son, por tanto, territorios marginales, inservibles  e inoperantes en el nuevo espacio global, carente de pasado y de futuro, investido de un totalitario omnipresente, son territorios definitivamente excluidos del competitivo devenir espacio-existencial de los  mercados financieros globales, del nuevo y definitivo capitalismo profetizado por el viejo Carlos Marx.

Es un capitalismo al que los académicos han puesto la etiqueta de  “cognitivo”, pero al que en propiedad habría que denominar “biocapitalismo” (1). Un sistema de poder ademocrático y ficticiamente (estatalmente) representativo, que habiendo agotado su capacidad de acumular capital a partir de la producción de mercancías materiales, está centrado en generar acumulación de capital en la producción de  mercancías basadas en el conocimiento humano y, aún más allá,  ha iniciado su definitiva acumulación de capital, de poder, apropiándose del valor extraído de  la última mercancía realmente “productiva” que le queda, que es la de la propia vida, convirtiendo ésta en un bien escaso y precario, al tiempo que nos ofrece el espectáculo grotesco de la democracia como simulacro, un electoral reality show en el que lo trascendente es el propio espectáculo mediático.     

Vivimos en la sociedad del espectáculo, asistimos al sofisticado espectáculo de la barbarie normalizada en estado puro, somos espectadores presenciales y virtuales de lo que acertadamente se empieza a denominar “transmodernidad”, término acuñado por la filósofa y escritora Rosa María Rodríguez Magda y que, como ella misma dice, “constituye la descripción de una sociedad globalizada, rizomática, tecnológica, gestada desde el primer mundo, enfrentada a sus otros, a la vez que los penetra y asume,  y en segundo lugar, (la transmodernidad también es) el esfuerzo por transcender esta clausura envolvente, hiperreal, relativista. La transmodernidad no es una ONG para el tercer mundo, y es bueno que ellos lo sepan cuanto antes, igual que nosotros deberíamos comprender lúcidamente que no es tampoco la nueva utopía tecnológica y feliz. Es el lugar donde estamos, el lugar precisamente donde no están los excluidos. Con ello tendremos que bregar todos”.

La transmodernidad es, pues, el  territorio movedizo que habitamos y del que partimos, el espacio del capitalismo realmente existente, desde el que nos toca construir la democracia alternativa que realmente queremos, a partir de los trozos intencionadamente  inconexos en los que el capitalismo postmoderno ha convertido ésto que aún llamamos realidad, una permanente, flexible y  continúa transmutación de la que formamos parte, excluída pero necesaria parte, porque ya no existe el “afuera”, porque ya no es posible sentirse no involucrado.   Esos fragmentos que la realidad nos ha ido dejando como despojos heredados de otro tiempo, bien pudieran ser, entre otros: el perspectivismo filosófico y el relativismo moral, el consenso neoliberal y la desorientación -postmarxista como postanarquista- de las izquierdas políticas y sindicales, ecologistas y feministas, sumidas en la perplejidad, cuando no en el confort ideológico y  en su consecuente sopor estético.

Rescatemos nuestras escasas pero antiguas y fundamentadas certidumbres acerca de la democracia, como la autonomía individual y comunitaria; pero no se trata de resistir agazapados, sobreviviendo al capitalismo global  propio de la transmodernidad, sino de transitar ésta conflictivamente, de vivirla y manejarla a favor  del  tan antíguo como inédito proyecto democrático, un proyecto necesariamente transmoderno, simultáneamente comunitario y transnacional, inequívocamente  “glocal”: de software libre y código abierto, lo más parecido a una síntesis libertaria, superadora de la modernidad fallida y de su errónea exageración capitalista, la insoportable postmodernidad.

La deriva transmoderna del capitalismo global es la metafísica nihilista. El individuo autista y hedonista, el escéptico ciudadano egoísta, agotado e indiferente, aislado en su  burbuja-simulacro de individualismo, es su cómplice necesario, paradójica y  momentáneamente salvado  por su postmoderna conectividad social  en red.  Retomo la descripción filosófica de  Rodríguez Magda, que nos sitúa en la posición transmoderna de re-inicio estratégico: “la globalización como totalidad envolvente conforma, pues, una nueva situación que requiere de un renovado paradigma conceptual. (porque) No estamos ya en lo post, sino en lo trans”. 



(1) Andrea Fumagalli (1959, Italia), es economista y profesor de la Universidad de Pavia es autor del libro Bioeconomía y capitalismo cognitivo (2007), cuyos cuatro conceptos clave son: 
CONTROL: “En el fordismo, la disciplina de la fábrica era la disciplina del sometimiento del cuerpo físico, ahora el control de la fuerza de trabajo pasa por el control de la actividad cognitiva”. PROPIEDAD INTELECTUAL: “Cuanto mayor es el intercambio de conocimiento más conocimiento se genera. Por eso se ha creado el derecho de propiedad intelectual: para introducir artificialmente un principio de escasez del conocimiento”. RENTA BÁSICA: “La idea de la renta básica amenaza el control del sistema capitalista sobre el proceso formativo, la posibilidad de control social, y puede hacer crecer ideas subversivas más allá del reformismo”. BIOECONOMÍA: “Es un paradigma económico que tiene como objeto de intercambio, acumulación y valorización, las facultades vitales de los seres humanos, en primer lugar, el lenguaje y la capacidad de generar conocimiento.”


No hay comentarios: