Sentirse
en el mundo es empresa muy difícil para el individuo aislado en el que nos
hemos convertido; más todavía para la comunidad perdida de la que algún día
creímos formar parte. A lo más que podemos aspirar es a sentirnos mínimamente orientados
en el caos de direcciones que nos van apareciendo en cada cruce de situaciones,
a disponer de una cartografía básica en la que poder situarnos en algún lugar, cuando
los lugares han dejado de serlo y los territorios no son sino fragmentos inconexos
de un mapa global incomprensible para la dimensión humana y para su necesidad
vital de concreción territorial, comunitaria por convivencial y tan racional como abstracta y utópica.
Para
ello, necesitaríamos hacer un ejercicio sincrético, que nos permitiera disponer
de un mapa local que representara el territorio de nuestra experiencia vital,
un mapa en el que nos reconozcamos como individuos con una historia tan personal
como local -puro empirismo relacional-, junto con unas coordenadas teóricas -puro racionalismo
científico-, que nos ayudaran a resituarnos respecto de esa líquida representación
del territorio-mundo impuesta por el capitalismo tardío y dibujado por éste como
un mapa exclusivamente espacial, único y
global mapa de “la realidad”.
Sería
la búsqueda de una relación transformadora, se trataría de un verdadero rescate
del secuestrado y precario individuo que
hoy somos, del antíguo y autónomo individuo que nunca fuimos, pero que aún nos
gustaría llegar a ser. Sería una reconstrucción global de la utopía democrática,
de la autonomía individual y del autogobierno comunitario, que tantas veces
hemos imaginado y ensayado con desigual fortuna, pero que todavía no hemos sido capaces de construir, otorgando
motivos a F. Fukuyama para proclamar el fin de la historia.
El
espacio propio del mapamundi global y único
existente es la megápolis capitalista y postmoderna, pura utopía de espacialidad, expropiatoria del individuo y de la comunidad,
pura democracia robada. Todos los “otros
espacios”, territorios temporales, esbozos democráticos que sobreviven en el interior como en el
exterior de la postmegápolis capitalista, son espacios o bien atrapados o bien excluidos
y, por tanto, inexistentes. Son territorios lastrados por el peso de su naturaleza
preespacial, herencia del moderno capitalismo ex-local, ex-agrario y ex-industrial.
Son, por tanto, territorios marginales, inservibles e inoperantes en el nuevo espacio global, carente
de pasado y de futuro, investido de un totalitario omnipresente, son territorios
definitivamente excluidos del competitivo devenir espacio-existencial de los mercados financieros globales, del nuevo y definitivo
capitalismo profetizado por el viejo Carlos Marx.
Es
un capitalismo al que los académicos han puesto la etiqueta de “cognitivo”, pero al que en propiedad habría
que denominar “biocapitalismo” (1). Un sistema de poder ademocrático y
ficticiamente (estatalmente) representativo, que habiendo agotado su capacidad
de acumular capital a partir de la producción de mercancías materiales, está
centrado en generar acumulación de capital en la producción de mercancías basadas en el conocimiento humano y,
aún más allá, ha iniciado su definitiva acumulación
de capital, de poder, apropiándose del valor extraído de la última mercancía realmente “productiva” que
le queda, que es la de la propia vida, convirtiendo ésta en un bien escaso y
precario, al tiempo que nos ofrece el espectáculo grotesco de la democracia
como simulacro, un electoral reality show
en el que lo trascendente es el propio espectáculo mediático.
Vivimos en la sociedad
del espectáculo, asistimos al sofisticado espectáculo de la barbarie normalizada
en estado puro, somos espectadores presenciales y virtuales de lo que
acertadamente se empieza a denominar “transmodernidad”, término acuñado por la
filósofa y escritora Rosa María Rodríguez Magda y que, como ella misma dice, “constituye la
descripción de una sociedad globalizada, rizomática, tecnológica, gestada desde
el primer mundo, enfrentada a sus otros, a la vez que los penetra y asume, y en segundo lugar, (la transmodernidad también es)
el esfuerzo por transcender esta clausura envolvente, hiperreal, relativista.
La transmodernidad no es una ONG para el tercer mundo, y es bueno que ellos lo
sepan cuanto antes, igual que nosotros deberíamos comprender lúcidamente que no
es tampoco la nueva utopía tecnológica y feliz. Es el lugar donde estamos, el
lugar precisamente donde no están los excluidos. Con ello tendremos que bregar
todos”.
La transmodernidad es,
pues, el territorio movedizo que
habitamos y del que partimos, el espacio del capitalismo realmente existente,
desde el que nos toca construir la democracia alternativa que realmente
queremos, a partir de los trozos intencionadamente inconexos en los que el capitalismo
postmoderno ha convertido ésto que aún llamamos realidad, una permanente,
flexible y continúa transmutación de la
que formamos parte, excluída pero necesaria parte, porque ya no existe el
“afuera”, porque ya no es posible sentirse no involucrado. Esos
fragmentos que la realidad nos ha ido dejando como despojos heredados de otro
tiempo, bien pudieran ser, entre otros: el perspectivismo filosófico y el
relativismo moral, el consenso neoliberal y la desorientación -postmarxista
como postanarquista- de las izquierdas políticas y sindicales, ecologistas y
feministas, sumidas en la perplejidad, cuando no en el confort ideológico y en su consecuente sopor estético.
Rescatemos nuestras
escasas pero antiguas y fundamentadas certidumbres acerca de la democracia,
como la autonomía individual y comunitaria; pero no se trata de resistir agazapados,
sobreviviendo al capitalismo global
propio de la transmodernidad, sino de transitar ésta conflictivamente, de
vivirla y manejarla a favor del tan antíguo como inédito proyecto democrático,
un proyecto necesariamente transmoderno, simultáneamente comunitario y transnacional,
inequívocamente “glocal”: de software
libre y código abierto, lo más parecido a una síntesis libertaria, superadora
de la modernidad fallida y de su errónea exageración capitalista, la
insoportable postmodernidad.
La deriva transmoderna
del capitalismo global es la metafísica nihilista. El individuo autista y
hedonista, el escéptico ciudadano egoísta, agotado e indiferente, aislado en
su burbuja-simulacro de individualismo,
es su cómplice necesario, paradójica y momentáneamente salvado por su postmoderna conectividad social en red. Retomo la descripción filosófica de Rodríguez Magda, que nos sitúa en la posición transmoderna de re-inicio estratégico:
“la globalización como totalidad envolvente conforma, pues, una nueva situación
que requiere de un renovado paradigma conceptual. (porque) No estamos ya en lo
post, sino en lo trans”.
(1) Andrea Fumagalli (1959, Italia), es economista y profesor de la Universidad de Pavia es autor del libro Bioeconomía y capitalismo cognitivo (2007), cuyos cuatro conceptos clave son:
CONTROL: “En el fordismo, la disciplina de la fábrica era la disciplina del sometimiento del cuerpo físico, ahora el control de la fuerza de trabajo pasa por el control de la actividad cognitiva”. PROPIEDAD INTELECTUAL: “Cuanto mayor es el intercambio de conocimiento más conocimiento se genera. Por eso se ha creado el derecho de propiedad intelectual: para introducir artificialmente un principio de escasez del conocimiento”. RENTA BÁSICA: “La idea de la renta básica amenaza el control del sistema capitalista sobre el proceso formativo, la posibilidad de control social, y puede hacer crecer ideas subversivas más allá del reformismo”. BIOECONOMÍA: “Es un paradigma económico que tiene como objeto de intercambio, acumulación y valorización, las facultades vitales de los seres humanos, en primer lugar, el lenguaje y la capacidad de generar conocimiento.”
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