Dibujo de Pawla Kuczynskiego |
A
partir del desencadenamiento de la actual crisis, existe un pensamiento muy
extendido en torno a la certeza sobre la descomposición del capitalismo,
fundamentado en las abundantes evidencias que la propia crisis nos muestra a
diario. Comparto dicha certeza pero no la ingenuidad que lleva a creer que
existe un día siguiente al de la descomposición, tras el que se producirá un
cambio revolucionario, que nos situará en una sociedad justa y democrática en unos cuantos días.
Recordemos
que la decadencia del sistema soviético empezó a manifestarse plenamente a partir de
la década de los setenta y que con anterioridad a esas fechas, su economía
había crecido a igual e incluso a superior ritmo que el de las economías occidentales. Un proceso de lento retorno al
sistema capitalista se inició en época
de Nikita Jrushchov, al comienzo de los años cincuenta, de tal modo que una
gran parte de los historiadores y economistas que han estudiado la evolución de
aquel sistema, coinciden en la idea de que el colapso económico y político que
tuvo lugar a final de los años ochenta venía incubándose desde las reformas impuestas por la cúpula del partido comunista a
lo largo de las dos últimas décadas y que, por tanto, la decadencia del sistema
soviético tiene su más acertada explicación en el contexto de las crisis
típicamente capitalistas.
En
realidad se trataba de un capitalismo burocrático y chapucero, estatal y
autoritario, con una peculiar economía caracterizada por imágenes de largas
colas de gente, provocadas por la escasez en el consumo, además de por una
estructura burocrática del poder que frenaba toda posibilidad de innovación,
que promovía una corrupción persistente,
penetrando toda la estructura del estado y de la propia sociedad soviética. Por
entonces la gente solía decir, medio en broma: “ellos (los burócratas estatales) hacen como si nos pagan y nosotros hacemos
como si trabajamos”. A la desesperada, Mijail Gorbachov intentó un repertorio
de moderados propósitos reformistas, concretados en su Perestroika
(reestructuración), en 1987; se trataba de una estrategia política con la que
intentaba recuperar la fe de la población en las instituciones políticas del
Estado soviético, al tiempo que acoplar la economía soviética al libre comercio
global. Pero ya era demasiado tarde, esa estrategia se le fue de las manos
junto con todo el poder del Estado, cuya estructura política y territorial se descompuso rápidamente, como si de un
azucarillo se tratase.
Quienes
recurren al ejemplo de la descomposición soviética para mostrar su genérico desprecio por la
ideología comunista y para descalificar toda posibilidad de alternativa al
capitalismo, muestran una ignorancia supina sobre la verdadera naturaleza
capitalista de la economía soviética y, por tanto, sobre las verdaderas causas
de su total colapso y descomposición. De hecho, pienso que existen notables similitudes
con el proceso de decadencia en el que se halla inmerso hoy el
capitalismo neoliberal, el “no
comunista”. Lo ha explicado muy bien TakisFotopoulos: “la razón fundamental del fracaso histórico del socialismo
estatista en sus dos versiones (socialismo real y socialdemocracia) reside en
su intento de unir dos elementos incompatibles: el elemento crecimiento, que
expresa la lógica de la economía de mercado, con el elemento justicia social,
que expresa la ética socialista. Esto es así porque mientras el crecimiento
implica la concentración del poder económico (tanto si es consecuencia del
funcionamiento del mecanismo de mercado como si lo es del mecanismo de
planificación central), la justicia social está ligada inherentemente a la
dispersión del poder económico y a la igualdad y, por tanto, a la democracia
económica. El estatismo socialista, en su esfuerzo por hacer que los beneficios
del crecimiento alcancen a todos, dando significado universal al Progreso (que
fue identificado con crecimiento) intentó crear una economía de crecimiento
socialista, desestimando la interdependencia fundamental entre el crecimiento y
la concentración de poder económico”.
Ambos
capitalismos poseen distinto fenotipo, pero en su genética esencial, comparten
idénticos genotipos ideológicos en torno al poder y la economía: la jerarquía
de las élites (políticas y económicas) y
la ideología del crecimiento económico identificada con la de progreso.
Quienes
sostienen dicha opinión están hoy deslumbrados por el dominio arrollador del
nuevo capitalismo chino, si bien, procuran omitir que se trata de un regimen
político tan "comunista" y autoritario como lo fuera el de la Unión Soviética. Este
nuevo capitalismo chino es hoy su modelo de éxito, el que parece reunir juntas
todas la virtudes del libre mercado y la globalización, garantizadas por la
férrea protección del Estado (comunista) de la China.
El
capitalismo que nos gobierna, causante de la crisis sistémica a la que ellos
denominan financiera, es amante de la globalización, de la libre circulación de
mercancías y capitales, pero no de las personas, mucho menos si éstas son
pobres. Son liberales de conveniencia, fieles a su viejo idilio con
el poder protector del Estado, posición que se ha visto reforzada con el auge del neocapitalismo
chino. En su mismo territorio ideológico, compiten con dos corrientes, por ahora,
minoritarias: los neocon y los hacker. Los primeros preferirían medidas más
radicales, como la desregulación económica total y un
Estado reducido a su mínima expresión. Los segundos alientan lo que ya es denominado como capitalismo cognitivo, el de la ética hacker, una economía basada
en el conocimiento y en la dispersión de las rentas, asistida por su fe en las
redes distribuidas y en una democracia tecnológica y colaborativa.
Son
los capitalismos que vienen, el
capitalismo real y cambiante, el que se resiste a su propia descomposición, el
que se reinventa a sí mismo desde la revolución francesa para acá, el nuevo
capitalismo de siempre, aliados naturales del nuevo capitalismo oriental, tan
chino, tan comunista.
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