domingo, 25 de septiembre de 2011

ELLOS CAPITALISTAS, NOSOTROS TARZAN

Tarzán, rey de los monos

La religión, junto con las revoluciones sociales y políticas  ensayadas hasta ahora, creo yo que representan los esfuerzos más significativos que ha hecho la especie humana por  despegarse de la animalidad primitiva, por evolucionar hacia lo que llamamos “humanidad”, ese estado futuro al que tendemos como aspiración de nuestra especie por asegurar su propia supervivencia y por alcanzar cierta perfección. Aunque también es verdad que nos conformaríamos con mucho menos, con una simple felicidad. 


Toda la historia evolutiva de nuestra especie la veo resumida en ese conflicto permanente entre instinto y razón; entre el instinto primario de supervivencia -con visión individualista, centrada exclusivamente en el corto plazo- y entre la razón como estrategia complementaria, al que le hemos añadido motivaciones morales, de naturaleza esencialmente colectiva, social. Esos fundamentos morales apuntan a una visión de la supervivencia a largo plazo, a una visión compleja y alternativa, frente a la simplicidad  inmediata y brutal del instinto. Un instinto que a primera vista se muestra como  estrategia exitosa, satisfactoria para unos  individuos concretos, aquellos que concretamente tienen acceso a una cuota de poder. Pero a la vista de lo que ya sabíamos y lo que estamos viviendo actualmente, ese instinto individualista no sólo no asegura la supervivencia de la especie, sino que muy al contrario, la compromete seriamente, lo que nos lleva a pensar que pudiera ser poco razonable fiar la supervivencia de nuestra especie únicamente a esa estrategia individualista y de corto alcance, propia del sistema social y económico  actual, el capitalismo neoliberal.

Para superar dicho conflicto, las religiones han ido incorporando algunos valores de orden superior, valores “humanos” como el de solidaridad (lo llaman fraternidad de los individuos hijos de un mismo padre)  y el de supervivencia (lo llaman trascendencia más allá de la vida material y concreta). Su marketing ha funcionado muy bien durante siglos, apoyado en el primitivo instinto tribal de su abundante clientela, basado en la  osada certeza de quien se atreve a afirmar  “mi tribu es la elegida” y “mi religión es la única verdadera”. Certeza que ha derivado necesariamente en la destrucción de quienes no pertenecen a mi tribu y que, por tanto, son identificados como verdadera amenaza hacia sus crencias y hacia la propia existencia de la comunidad tribal.
Podría decirse que las religiones han funcionado bien en sentido comercial, es decir, que han conseguido una clientela cuantiosa y fiel, cautiva, como se dice en la terminología del marketing. Han triunfado en la creación de un producto que satisface una necesidad muy primaria del ser humano, como es la de tener una explicación fácil para lo mucho que ignoramos  y, fundamentalmente, para darle un sentido a la vida. Esta es la continuada función  opiácea, plenamente vigente,  del pensamiento religioso,  donde reside  el éxito de su propagación y permanencia a lo largo del tiempo. 

El cristianismo y el islamismo son las dos grandes religiones, ambas monoteístas, que más han intentado su universalización, superando los límites de la tribu local  y aspirando a la creación de su propia tribu global. Su éxito comercial es de dimensiones comparables a las de su fracaso moral,  como evidencia su histórico rastro de sangre y destrucción, así como su rol de comparsa en la gestión del poder dominante en cada época, favoreciendo la resignación del individuo ante su propia condición de súbdito y ante los avatares del destino, contribuyendo decisivamente a neutralizar cualquier voluntad de rebelión contra el  poder del orden establecido que, a su vez, siempre mostró un interés desmedido por estimular la práctica  religiosa por parte del pueblo.
En ese panorama denso y oscuro, mágico, propio de las religiones, ha tenido la razón que abrirse paso, lentamente expresada como búsqueda  del conocimiento abierto. Y para no entrar en colisión con el poder,  casi siempre ha optado por posiciones de aparente neutralidad, apolítica, amoral. Desde mi punto de vista – el de un modesto filósofo peatonal-, el conocimiento científico, basado en la razón y más allá de las disciplinas científicas, no deja de ser  expresión  de esa motivación vital que es la razón moral, una razón con doble cara, individual/social,  que nos constituye como humanos: eso que todavía nos parece que no somos, pero que nos gustaría llegar a ser.

Las ciencias, como disciplinas de la razón han ido abriéndose paso entre las brumas de la historia, en una pelea muy dura contra la inercia poderosa de la ignorancia, bien asentada en el sentimiento religioso y en las estructuras del  poder  y sus poliédricas manifestaciones económicas, sociales, culturales y políticas. Quienes han tenido el privilegio de dedicar su vida a la producción de conocimiento a través de las diferentes ciencias,  salvo pequeñas excepciones, han sido siempre  individuos pertenecientes a las clases dominantes. A ellos hay que recriminarles la  querencia excesiva de las ciencias por el conocimiento exclusivamente físico y por los avances tecnológicos esencialmente orientados al descubrimiento de nuevas utilidades para la gestión del  control social, para el ejercicio del poder. Hay que recriminarles a las ciencias su gravísimo atraso en aquella parte del conocimiento orientada a satisfacer las básicas necesidades humanas, su renuncia  a darle a la vida un sentido real de trascendencia. Hay que recriminarles su lejanía del objetivo  más urgente y deseable,  aquél que debiera acercarnos lo más posible al estado de bienestar, de felicidad, para el total  de la especie humana.

¿O es que existe algún reto científico superior y más urgente que ese, que lo es para toda la humanidad como para cada uno de los seres humanos?...¡claro que necesitamos llegar a saber qué son los neutrinos y que necesitamos desarrollar la biotecnología y las nanotecnologías, pero mucho más urgente y necesario es resolver los problemas causantes de la injusticia y, por ende, de la pobreza a la que está condenada  la mayor parte de las vidas humanas desde su nacimiento, bien por  causa de la miseria material que supone la enfermedad y el hambre, bien por la miseria moral que supone ver arroyada a diario su dignidad  de personas libres. Una dignidad maltratada de contínuo por la brutalidad del poder, que no le permite otro consuelo más allá de la resignación y la ficción religiosa.

La lucha por la supervivencia nos va construyendo individual y colectivamente en un modo en el que ambas dimensiones de nuestra existencia se entrelazan y confunden. Las revoluciones sociales y políticas de los últimos tres siglos, impulsadas por los avances de la ilustración y la industrialización -su consecuencia- son los últimos intentos por superar  esta fase de crisis y estancamiento moral en que nos hallamos. Responden a esa pulsión moral de la razón, que tiende a la perfección del conocimiento humano, básicamente orientado al logro de la supervivencia y la felicidad. De ahí que mucha gente, entre la que me encuentro, pensemos que política  y moral han de confluir necesariamente en un paradigma inédito del pensamiento científico, construido a partir de los restos de lo que hemos venido llamando “el pensamiento de izquierdas”. No como ubicación geográfica de un determinado  banderío partidista en la representación simbólica que hacemos de la lucha por el poder. Sí como referencia provisional para una posición política radicalmente nueva, que asume los aciertos y errores de la izquierda histórica, pero que no se siente atada  a ellos y sí al compromiso con los principios morales y científicos que habrán de construir la sociedad realmente libre-igualitaria  que queremos, que necesitamos. Para otorgar sentido a la vida humana. Para garantizar la supervivencia de nuestra especie.    

El hasta ahora inapelable triunfo  del instinto primitivo, brutal e individualista, coincide con el triunfo del sistema de poder dominante, que desde hace tres siglos viene desarrollándose en su actual forma de sistema capitalista, ahora en su versión neoliberal, fundado sobre la  obligatoria  y necesaria desigualdad  que sigue a la apropiación individual de los recursos del planeta común, más o menos violenta, seguida a su vez por la consecuente acumulación fraticida de valor, capital, a partir de la explotación del trabajo humano. 

Hace tiempo que creo entender  cuál es el cimiento que sostiene al  sistema capitalista, lo que le hace tan fuerte, que no es otra cosa que el  propio instinto individualsta,  el de cada uno de nosotros. Un sentido que lleva a la mayoría a la aceptación de que la vida humana, como el resto de la vida salvaje que nos rodea y de la que formamos parte, se fundamenta en el puro azar, en la suerte que a cada individuo le haya tocado, sin que tenga otra forma de zafarse de la misma que a través de la suerte o la depredación, ese mecanismo de supervivencia que el hombre ha visto funcionar de contínuo en los demás seres vivos con los que comparte el planeta; ese mecanismo violento y natural, que antepone la razón individual a la de la especie, a modo de lucha de clases generalizada,  de todos contra todos, individuos y especies, con tal de situar a los individuos más poderosos  en  la parte más alta de la pirámide alimenticia.
Ese instinto primario es el que nutre de solidez al  vigente sistema de pensamiento único, totalitario, contando además con la debilidad y complacencia de unas ciencias que apenas han iniciado su desarrollado en el ámbito de lo moral , de lo político. Por eso que en el campo que les es propio, todavía tenga tanto predicamento el darwinismo social que caracteriza al capitalismo. De ahí que el peso de toda la  “moral” capitalista oscile en torno a un concepto de libertad que bien podría tener por icono a Tarzán de los Monos, el superviviente nato y solitario. 

Por eso que vamos descubriendo el verdadero rostro del monstruo, un monstruo que no sólo nos envuelve y domina, sino que, además, nos penetra, que habita en buena parte de cada uno de nosotros. Su dominio traspasa la estructura económica y social en que parece concretarse, alcanzando al pensamiento, configurando una compleja estructura del poder  que también es ideológica, cultural, que nos resulta fatalmente atractiva, por natural, por  familiar; y ante  la que  mayoritariamente tenemos un comportamiento  pasivo, cuanto menos permisivo, con un criterio líquido y relativo sobre lo que está bien o está mal, siempre en función de cómo nos afecte individualmente.  

De ahí que comparta con bastante gente –todavía poca, todavía insuficiente- la necesidad de una izquierda renovada, realmente radical, ajena al banderío partidista, dotada con una potente raíz moral y científica, imprescindible para afrontar la batalla más urgente y prioritaria, la que tiene que producirse en los campos de la ciencia y la cultura, a la par  que en el terreno estrictamente político. Así, pues, a la mierda -que diría Fernando Fernán Gomez, el inolvidable artista libertario-...¡a la mierda el relativismo moral del postmodernismo!...claro que no es verdad que todo sea relativo y que no exista la verdad ni la mentira, claro que no es bueno afirmar que nada es bueno ni malo y que todo depende del color del cristal  con que se mire. Claro que es necesario reconstituir  la convención social sobre la existencia del bien y del mal al margen de la ficción religiosa, claro que es  tarea  principal  de  nuestro saber comunal, del ser  humano.

De ahí que sobre las ruinas del instinto y la razón, este paisaje de escombros que el capitalismo nos dejará por toda herencia en sus diferentes versiones, tanto privadas como estatales,  estemos emplazados a construir  un mundo nuevo, a partir de una visión renovada del mismo, de una idea del ser humano tan radical como respetuosa e igualitaria.  De ahí que mientras eso va sucediendo, estemos obligados a lamernos las heridas sufridas en las múltiples batallas, recientemente perdidas. De ahí que tengamos que ir matando poco a poco al Tarzán capitalista y falsamente ecologista que llevamos dentro. Ese estúpido personaje imaginario,  cuya existencia  nos parecía tan libre y feliz en medio de la hermosa y salvaje selva. Y es que, amigos, como quien dice, acabamos de descubrir que la libertad de Tarzán es pura ficción, un auténtico parque temático, gentileza del poder, donde él, musculoso, feliz e inocente, se obstina en seguir representándonos en el estúpido papel de  gran mono, jefe bondadoso de los monos,  señor  de la selva.

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