Tarzán, rey de los monos
La
religión, junto con las revoluciones sociales y políticas ensayadas hasta ahora, creo yo que representan
los esfuerzos más significativos que ha hecho la especie humana por despegarse de la animalidad primitiva, por evolucionar
hacia lo que llamamos “humanidad”, ese estado futuro al que tendemos como
aspiración de nuestra especie por asegurar su propia supervivencia y por alcanzar
cierta perfección. Aunque también es verdad que nos conformaríamos con mucho menos,
con una simple felicidad.
Toda la historia evolutiva de nuestra especie la veo
resumida en ese conflicto permanente entre instinto y razón; entre el instinto
primario de supervivencia -con visión individualista, centrada exclusivamente
en el corto plazo- y entre la razón como estrategia complementaria, al que le hemos
añadido motivaciones morales, de naturaleza esencialmente colectiva, social.
Esos fundamentos morales apuntan a una visión de la supervivencia a largo plazo, a una visión compleja y alternativa, frente a la simplicidad inmediata y brutal del instinto. Un instinto
que a primera vista se muestra como estrategia exitosa, satisfactoria para unos
individuos concretos, aquellos que
concretamente tienen acceso a una cuota de poder. Pero a la vista de lo que ya sabíamos y lo que estamos
viviendo actualmente, ese instinto individualista no sólo no asegura la supervivencia de la especie, sino que muy al
contrario, la compromete seriamente, lo que nos lleva a pensar que pudiera ser poco razonable fiar la supervivencia de nuestra especie únicamente a esa estrategia
individualista y de corto alcance, propia del sistema social y económico actual, el capitalismo neoliberal.
Para
superar dicho conflicto, las religiones han ido incorporando algunos valores de
orden superior, valores “humanos” como el de solidaridad (lo llaman fraternidad de los
individuos hijos de un mismo padre) y el
de supervivencia (lo llaman trascendencia más allá de la vida material y concreta). Su
marketing ha funcionado muy bien durante siglos, apoyado en el primitivo
instinto tribal de su abundante clientela, basado en la osada certeza de quien se atreve
a afirmar “mi tribu es la elegida” y “mi religión es la única verdadera”. Certeza que ha derivado necesariamente en la destrucción de quienes no pertenecen a mi
tribu y que, por tanto, son identificados como verdadera amenaza hacia sus crencias y hacia la propia existencia de la comunidad tribal.
Podría
decirse que las religiones han funcionado bien en sentido comercial, es decir,
que han conseguido una clientela cuantiosa y fiel, cautiva, como se dice en la
terminología del marketing. Han triunfado en la creación de un producto que
satisface una necesidad muy primaria del ser humano, como es la de tener una
explicación fácil para lo mucho que ignoramos y, fundamentalmente, para darle un sentido a la vida. Esta es la continuada función opiácea, plenamente vigente, del pensamiento
religioso, donde reside el éxito de su
propagación y permanencia a lo largo del tiempo.
El cristianismo y el islamismo
son las dos grandes religiones, ambas monoteístas, que más han intentado su
universalización, superando los límites de la tribu local y aspirando a la creación de su propia tribu
global. Su éxito comercial es de dimensiones comparables a las de su fracaso moral,
como evidencia su histórico rastro de
sangre y destrucción, así como su rol de comparsa en la gestión del poder
dominante en cada época, favoreciendo la resignación del individuo ante su
propia condición de súbdito y ante los avatares del destino, contribuyendo
decisivamente a neutralizar cualquier voluntad de rebelión contra el poder del orden establecido que, a su vez,
siempre mostró un interés desmedido por estimular la práctica religiosa por parte del pueblo.
En
ese panorama denso y oscuro, mágico, propio de las religiones, ha tenido la
razón que abrirse paso, lentamente expresada como búsqueda del conocimiento abierto. Y para no entrar en
colisión con el poder, casi siempre ha
optado por posiciones de aparente neutralidad, apolítica, amoral. Desde mi
punto de vista – el de un modesto filósofo peatonal-, el conocimiento
científico, basado en la razón y más allá de las disciplinas científicas, no
deja de ser expresión de esa motivación vital que es la razón moral, una
razón con doble cara, individual/social,
que nos constituye como humanos: eso
que todavía nos parece que no somos, pero que nos gustaría llegar a ser.
Las
ciencias, como disciplinas de la razón han ido abriéndose paso entre las brumas
de la historia, en una pelea muy dura contra la inercia poderosa de la ignorancia,
bien asentada en el sentimiento religioso y en las estructuras del poder
y sus poliédricas manifestaciones económicas, sociales, culturales y
políticas. Quienes han tenido el privilegio de dedicar su vida a la producción
de conocimiento a través de las diferentes ciencias, salvo pequeñas excepciones, han sido siempre individuos pertenecientes a las clases
dominantes. A ellos hay que recriminarles la
querencia excesiva de las ciencias por el conocimiento exclusivamente físico
y por los avances tecnológicos esencialmente orientados al descubrimiento de
nuevas utilidades para la gestión del control social, para el ejercicio del poder.
Hay que recriminarles a las ciencias su gravísimo atraso en aquella parte del
conocimiento orientada a satisfacer las básicas necesidades humanas, su
renuncia a darle a la vida un sentido real
de trascendencia. Hay que recriminarles su lejanía del objetivo más urgente y deseable, aquél que debiera acercarnos lo más posible al
estado de bienestar, de felicidad, para el total de la especie humana.
¿O
es que existe algún reto científico superior y más urgente que ese, que lo es
para toda la humanidad como para cada uno de los seres humanos?...¡claro que
necesitamos llegar a saber qué son los neutrinos y que necesitamos desarrollar
la biotecnología y las nanotecnologías, pero mucho más urgente y necesario es
resolver los problemas causantes de la injusticia y, por ende, de la pobreza a
la que está condenada la mayor parte de
las vidas humanas desde su nacimiento, bien por causa de la miseria material que supone la
enfermedad y el hambre, bien por la miseria moral que supone ver arroyada a
diario su dignidad de personas libres.
Una dignidad maltratada de contínuo por la brutalidad del poder, que no le
permite otro consuelo más allá de la resignación y la ficción religiosa.
La
lucha por la supervivencia nos va construyendo individual y colectivamente en
un modo en el que ambas dimensiones de nuestra existencia se entrelazan y
confunden. Las revoluciones sociales y políticas de los últimos tres siglos,
impulsadas por los avances de la ilustración y la industrialización -su
consecuencia- son los últimos intentos por superar esta fase de crisis y estancamiento moral en
que nos hallamos. Responden a esa pulsión moral de la razón, que tiende a la
perfección del conocimiento humano, básicamente orientado al logro de la
supervivencia y la felicidad. De ahí que mucha gente, entre la que me
encuentro, pensemos que política y moral
han de confluir necesariamente en un paradigma inédito del pensamiento científico, construido a partir de los restos de lo que hemos venido llamando “el
pensamiento de izquierdas”. No como ubicación geográfica de un determinado banderío partidista en la representación
simbólica que hacemos de la lucha por el poder. Sí como referencia provisional para una
posición política radicalmente nueva, que asume los aciertos y errores de la
izquierda histórica, pero que no se siente atada a ellos y sí al compromiso con los principios
morales y científicos que habrán de construir la sociedad realmente libre-igualitaria que queremos, que necesitamos. Para otorgar
sentido a la vida humana. Para garantizar la supervivencia de nuestra especie.
El hasta ahora inapelable triunfo del instinto primitivo, brutal e individualista, coincide con el
triunfo del sistema de poder dominante, que desde hace tres siglos viene
desarrollándose en su actual forma de sistema capitalista, ahora en su versión neoliberal, fundado sobre
la obligatoria y necesaria desigualdad que sigue a la apropiación individual de los
recursos del planeta común, más o menos violenta, seguida a su vez por la consecuente
acumulación fraticida de valor, capital, a partir de la explotación del
trabajo humano.
Hace
tiempo que creo entender cuál es el
cimiento que sostiene al sistema
capitalista, lo que le hace tan fuerte, que no es otra cosa que el propio instinto individualsta, el
de cada uno de nosotros. Un sentido que lleva a la mayoría a la aceptación de
que la vida humana, como el resto de la vida salvaje que nos rodea y de la que
formamos parte, se fundamenta en el puro azar, en la suerte que a cada
individuo le haya tocado, sin que tenga otra forma de zafarse de la misma que a
través de la suerte o la depredación, ese mecanismo de supervivencia que el
hombre ha visto funcionar de contínuo en los demás seres vivos con los que
comparte el planeta; ese mecanismo violento y natural, que antepone la razón
individual a la de la especie, a modo de lucha de clases generalizada, de todos contra todos, individuos y especies,
con tal de situar a los individuos más poderosos en la parte más alta de la pirámide alimenticia.
Ese
instinto primario es el que nutre de solidez al vigente sistema de pensamiento único, totalitario, contando además con la debilidad y complacencia de unas ciencias que
apenas han iniciado su desarrollado en el ámbito de lo moral , de lo político. Por eso que en
el campo que les es propio, todavía tenga tanto predicamento el darwinismo
social que caracteriza al capitalismo. De ahí que el peso de toda la “moral” capitalista oscile en torno a un
concepto de libertad que bien podría tener por icono a Tarzán de los Monos, el superviviente
nato y solitario.
Por eso que vamos descubriendo el verdadero rostro del
monstruo, un monstruo que no sólo nos envuelve y domina, sino que, además, nos
penetra, que habita en buena parte de cada uno de nosotros. Su dominio traspasa
la estructura económica y social en que parece concretarse, alcanzando al
pensamiento, configurando una compleja estructura del poder que también es ideológica, cultural, que nos
resulta fatalmente atractiva, por natural, por familiar; y ante la que mayoritariamente tenemos un comportamiento pasivo, cuanto menos permisivo, con un
criterio líquido y relativo sobre lo que está bien o está mal, siempre en
función de cómo nos afecte individualmente.
De
ahí que comparta con bastante gente –todavía poca, todavía insuficiente- la
necesidad de una izquierda renovada, realmente radical, ajena al banderío
partidista, dotada con una potente raíz moral y científica, imprescindible
para afrontar la batalla más urgente y prioritaria, la que tiene que producirse en los campos de la ciencia y la cultura,
a la par que en el terreno estrictamente
político. Así, pues, a la mierda -que diría Fernando Fernán Gomez, el
inolvidable artista libertario-...¡a la mierda el relativismo moral del postmodernismo!...claro
que no es verdad que todo sea relativo y que no exista la verdad ni la mentira,
claro que no es bueno afirmar que nada es bueno ni malo y que todo depende del
color del cristal con que se mire. Claro
que es necesario reconstituir la convención
social sobre la existencia del bien y del mal al margen de la ficción
religiosa, claro que es tarea principal
de nuestro saber comunal, del ser humano.
De
ahí que sobre las ruinas del instinto y la razón, este paisaje de escombros que el capitalismo nos dejará por toda herencia en sus diferentes versiones, tanto privadas como estatales, estemos
emplazados a construir un mundo nuevo, a partir de una visión renovada del mismo, de una idea del ser humano tan radical como respetuosa e
igualitaria. De ahí que mientras eso va
sucediendo, estemos obligados a lamernos las heridas sufridas en las múltiples batallas,
recientemente perdidas. De ahí que tengamos que ir matando poco a poco al
Tarzán capitalista y falsamente ecologista que
llevamos dentro. Ese estúpido personaje imaginario, cuya existencia nos parecía tan libre y feliz en medio de la hermosa
y salvaje selva. Y es que, amigos, como quien dice, acabamos de descubrir que la libertad de Tarzán es pura
ficción, un auténtico parque temático, gentileza del poder, donde él, musculoso,
feliz e inocente, se obstina en seguir representándonos en el estúpido papel de
gran mono, jefe bondadoso de los monos, señor
de la selva.
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