No podría precisar en
qué momento histórico se produjo, pero sucedió: la izquierda dejó
de pensar que el sistema al que se enfrentaba era incompatible con su
visión de la existencia humana como vida digna y emancipada, libre y
autónoma; abandonó su raíz ética primigenia y empezó a pensar
resignadamente que sólo compartiendo los exitosos principios de la
modernidad liberal-socialdemócrata, le cabía alguna posibilidad de alcanzar el
poder, aún manteniendo cierta retórica de la lucha de clases, que
constituye su diferencial electoral. Así, la querencia por el poder
(estado) y el dinero (capital) se convirtieron en programa totalitario, global y común de
las izquierdas, las derechas y de todas sus facciones y derivadas,
moderadas y extremistas. Así, la retórica antifascista de las
izquierdas se quedó hueca de todo contenido, al sumarse a la misma
fe estatalista del fascismo y a la misma creencia “progresista”
de la burguesa modernidad, compartiendo la misma promesa de más dinero y más
orden, estado, el mismo orden jerárquico impuesto a la sociedad, sin
lograr su disimulo con meras diferencias estéticas y puramente
anecdóticas, ni repeinados, ni con rastas o rapados.