lunes, 4 de octubre de 2021

LA NUEVA BAUHAUS EUROPEA: OTRA MILONGA “VERDE”

 

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, pone mucho énfasis cuando afirma con insistencia que la Nueva Bauhaus Europea es “el alma y el sueño del Pacto Verde Europeo”, destinado a crear un nuevo estilo de vida, inclusivo y asequible, con menos CO2“.

En 2020, justo un año después del centenario de la Escuela Bauhaus, Ursula von der Leyen, propuso la Nueva Bauhaus Europea, como parte del plan de recuperación de la covid-19 de 750 mil millones de euros de la Unión Europea. Además, está profundamente relacionado con el Pacto Verde Europeo y con la propuesta para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero, ¿qué fue la vieja Bauhaus alemana y qué quiere ser la Nueva Bauhaus europea, dónde y cómo quieren que vivamos?

Para empezar a comprenderlo, el punto de partida ha de ser el actual estancamiento de las inversiones en la construcción de viviendas. Los masivos fondos destinados al Pacto Verde, junto con sus orientaciones y regulaciones cerradas a toda otra alternativa, suponen una oportunidad de oro para la recapitalización de la industria inmobiliaria y de la construcción, que permitirá incrementar sus márgenes con el cambio del sistema constructivo tradicional a otro sistema industrial, beneficiándose de pleno (junto con los sectores de la energía y el transporte) del nuevo “mercado verde” capitalista al que la UE denomina “Pacto Verde”.

Fundada en 1919 por Walter Gropius, en Weimar (Alemania), la escuela Bauhaus fue una escuela de arquitectura, diseño, artesanía y arte cuyo plan de enseñanza fue pionero en nuevas técnicas y recursos que enseguida se convirtieron en los elementos básicos de la cultura visual en toda Europa. La Bauhaus sufrió un creciente acoso por parte de los nazis, a la que veían como “judío-socialista”, por lo que la cerraron, provocando así que muchos de sus integrantes acabaran refugiándose en los EEUU de Norteamérica, donde continuaron difundiendo el pensamiento Bauhaus. Lo cierto es que la Bauhaus sentó las bases del diseño industrial y gráfico, estableció los fundamentos académicos de la nueva Arquitectura Moderna, creando una nueva estética que llegó a afectar a todos los ámbitos cotidianos y que aún perdura. 

Que renombren ahora esta iniciativa europea en memoria de la histórica Bauhus alemana, nos da una buena pista para intuir la finalidad de esta “nueva” Bauhaus, porque aquella otra no fue sino la supeditación total del diseño de las viviendas y los espacios vitales a las necesidades de rentabilidad del capital invertido en su construcción, reduciendo materiales y mano de obra al mínimo, asociado todo ello a la estética homogeneizadora, minimalista-modernista, que caracterizó a los barrios destinados a enlatar a las familias de los trabajadores en gigantescos bloques de pisos cúbicos y todos exactamente iguales. Ahora, incluso se disponen a “mejorar” el plan de la vieja Bauhaus: industrialización total, reducción máxima de mano de obra y apertura de nuevos mercados para la exportación. Y, de regalo, todo un buen rollo ideológico de capitalismo corporativo, “inclusivo, ecológico y muy sostenible”, o sea, lo que ya se entiende por “Capitalismo Verde”. No me extraña que haya quien diga que con la nueva Bauhaus “hemos pasado de la ensoñación de Marinetti al encaje épico de la pequeña burguesía fascista en el estado corporativo”.

La Bauhaus alemana logró sobrevivir, incluso con cierto aire de resistencia, mientras que sus principios convirtieron a la Alemania reconstruida en un masivo horror cúbico, cuya lógica contribuyó decisivamente a dar forma a un modelo universal de vivienda social como ghetto obrero y segregación clasista, representando la vanguardia del programa urbanístico del totalitario capitalismo de estado. Walter Gropius (1883-1969), fundador y director de la Escuela de la Bauhaus entre 1919 y 1928, intentó implantar el modelo a gran escala en EEUU, lo que entonces no fue posible por las limitaciones regulatorias de entonces, pero que ahora, allanado el camino gracias al Pacto Verde, sí le resultará viable al capital, que encuentra así una tabla de salvación destinada a superar su profunda crisis y dispuesto a culminar lo que hace un siglo no pudo hacer la vieja Bauhaus.

 


 Uno de los principios establecidos por la Bauhaus desde su fundación es "la forma sigue a la función" .Tel-Aviv es la ciudad con más arquitectura Bauhaus. Hay más edificios construidos al estilo Bauhaus que en cualquier otro lugar del mundo, incluyendo cualquier ciudad de Alemania. El estilo fue llevado allí en los años treinta por arquitectos europeos, mayoritariamente alemanes y rusos de la escuela Bauhaus que huían del régimen nazi.

La fundación de la Bauhaus se produjo en un momento de crisis del pensamiento moderno y el auge de la racionalidad técnica occidental en el conjunto de Europa y particularmente en Alemania. Su creación se debió a la confluencia de estos factores en las dos primeras décadas del siglo XX, cuya concreción fue dada por las vanguardias artísticas del comienzo de siglo.

Al igual que otros movimientos pertenecientes a la vanguardia artística, la Bauhaus no se marginó de los procesos político-sociales, sino que mantuvo un alto grado de contenido crítico y compromiso de izquierda. La Bauhaus —como demuestran los problemas que tuvo con políticos que no la veían con simpatía— adquirió la reputación de “subversiva”. 

 

¿Casas baratas?

La producción de viviendas será trasladada a una fábrica, con una significativa reducción del tiempo de ejecución, que rondará el 50%, así como del 15-20% en cantidad de mano de obra, junto con reducción de los salarios, dada la descualificación del trabajo en este modo fabril de producir casas. Se cumple así un principio básico de la escuela Bauhaus y una tendencia innata de todo capitalismo: abaratar costes para incrementar beneficios. Hasta ahora los ensayos previos no eran “suficientemente” rentables, pero lo serán en adelante, a partir del Pacto Verde. Con el sistema de construcción industrial “sostenible” disminuyen significativamente (hasta un 80%) los residuos a pie de obra, así como las emisiones de CO2, lo que significará, junto a las cuantiosas subvenciones de la UE, un aporte de beneficios que rentabilizarán al máximo las inversiones del capital, eso sí, a condición de producir “bloques” de viviendas a gran escala y con un “diseño Bauhaus” minimalista, remozado ahora con la aportación de nuevas tecnologías “verdes” con el fin de crear un nuevo modelo “integral”, de gran empresa constructora, que incluirá desde la producción energética al comercio inmobiliario y concentrará a los proveedores monopolistas de cada sector, participantes en el proceso fabril. Es previsible una máxima concentración de la oferta junto a una mayor homogeneidad de los barrios y urbanizaciones destinadas a las masas trabajadoras y funcionales a las ńecesidades logísticas del nuevo Mercado Verde.

La Comisión Europea (CE) presentó la hoja de ruta de su Nueva Bauhaus Europea para redefinir la sociedad pospandémica, inspirada en el movimiento alemán que hace un siglo pusiera la arquitectura, el urbanismo y la tecnología al servicio de la rentabilidad capitalista. Esta redefinición consiste en darle un barniz de “sostenibilidad, inclusión y estética”, con un discurso de la iniciativa como “proyecto de esperanza” para después de la crisis de la covid-19. “Va sobre cómo queremos vivir juntos después de la pandemia mientras protegemos el planeta y protegemos nuestro medioambiente, sobre empoderar a los que tienen las soluciones para la crisis climáticas, sobre conjuntar sostenibilidad con estilo. Va sobre nosotros”, dijo en un vídeo grabado la presidenta de la Comisión Europea. Un discurso que toma como referencia los principios de racionalidad, funcionalismo y heterodoxia estética de la escuela de arte Bauhaus fundada en 1919. La Comisión ha planteado una fase previa de lanzamiento con la pretensión de dotar a la iniciativa de un aire “participativo”, buscando la complicidad de arquitectos, urbanistas, empresas constructoras y “start-ups” innovadoras. Como en el movimiento Bauhaus histórico, el punto de partida serán los conceptos “accesible”, “funcional” y “estético”, con el añadido de “sostenibilidad” en su interpretación estatal/capìtalista, claro.



miércoles, 29 de septiembre de 2021

LA TRAGEDIA DE LOS COMUNALES

 


Prefiero hablar de bienes comunales, mejor que de bienes comunes; me parece que lo común es ambiguo, común puede ser la actividad de una banda criminal y común a todos sus accionistas puede ser el capital de un Banco o de una empresa multinacional. Pero no diríamos de estos “comunes” que son bienes comunales.

Es muy común la idea de que cada una de las revoluciones tecnológicas por las que hemos pasado tuvo como consecuencia cambios radicales en las sociedades humanas. Pensemos en el fuego, la rueda, la noria, la fragua, los molinos de agua y de viento, el motor de vapor...o, sin ir más lejos, la revolución digital en la que estamos. Sí, han sido muchos y muy radicales los cambios en nuestras formas de vivir y organizarnos, no se pueden negar esas revoluciones tecnológicas de consecuencias sociales, económicas y políticas que fueron acompañadas, casi siempre, de conflictos dirimidos en guerras, con balance de millones de vidas humanas, sacrificadas en cada una de esas revoluciones. 

Y, sin embargo, cuando despliego una mirada con perspectiva histórica de conjunto, por debajo de todos esos cambios evidentes e indiscutibles, lo que observo es la permanencia inalterable de una institución muy arcaica, la Propiedad, junto a sus derivadas, Patriarcado y Estado. Estas instituciones han sobrevivido a todas las revoluciones, llegando a determinar el presente y el futuro inmediato “sin despeinarse”, como si no tuvieran que ver con ninguna de esas revoluciones y sus correspondientes masacres. Así, toda la responsabilidad parece ser de la técnica y del mal uso que de ella hacemos los individuos humanos, que nos comportamos como el egoísta despreciable que conceptualizara hace medio siglo Garret Hardin en su “Tragedia de los comunes” (1968, revista Science).

Estamos abocados a reconceptuar los comunales, porque en el tiempo presente, en las inéditas y críticas circunstancias actuales, simplistamente reducidas a un cambio climático y a una transición energética que no logran ocultar la profundidad y dimensión global de una crisis civilizacional y sistémica. Ya no nos sirven los conceptos de bienes comunes acuñados por la historia social convencional. De algún modo, se ha cumplido el diagnóstico del científico racista y eugenista Garret Hardin, tan nítidamente definido en expresiones como éstas: “los comunes para los plebeyos y el mercado para las élites” o “estamos en un bote salvavidas y hay que tirar por la borda a todos los que sobran”.

El paradigma de los bienes comunes todavía vigente es una ruina conceptual y objetiva. Nada tiene que ver el mundo digital actual, gobernado por algoritmos al servicio de las élites dominantes, con el mundo campesino y “comunal” idealizado por quienes siguen pensando en la posibilidad “revolucionaria” de reeditar aquellos comunales altomedievales, resistiéndose a comprender que su histórico declive y fracaso fue debido a su intrínseca naturaleza “legal”, a partir de Cartas Pueblas y Fueros concedidos como graciosas concesiones del Estado medieval en su forma monárquico-feudal, con efímeros lapsus entre cambios de Estado, como sucediera entre el derrumbe del Estado imperial romano y su relevo por la nueva estructura estatal de los reinos cristiano-visigodos, periodo que en la península ibérica transcurriera entre los siglos VI y IX aproximadamente. 

Un nuevo paradigma es necesario a la altura de las circunstancias actuales y de la trágica situación global a la que nos ha conducido el éxito de la teoría “científica” de Garret Hardin, teoría todavía  mayoritaria entre una enigmática “comunidad científica”, perfectamente sintonizada con el marco mental y fáctico del orden estatal-capitalista imperante, de inequívoca matriz darwinista y eugenésica.

La clave de esta distopía reside, a mi entender, en la ignorancia de la Propiedad sobre la Tierra y el Conocimiento, como germen y desencadenante del sistema de dominación desplegado por las élites dominantes a lo largo de la historia, hasta llegar a su  actual forma global, estatal-capitalista. La institución de la Propiedad ha evolucionado a partir de su simple forma neolítica  y ha perdurado hasta lograr su máxima complejidad, extensión y primacía, en paralelo a la modernización totalitaria del aparato estatal-mercantil en los dos últimos siglos.

Si en las dramáticas y globales circunstancias actuales no llegáramos a entender la necesidad existencial de comunalizar la Tierra y el Conocimiento humano, tengo por seguro que será mínima nuestra posibilidad de sobrevivir al colapso civilizacional en el que estamos inmersos. Se trata de necesidad existencial, de la especie y de cada individuo, inseparablemente, porque la condición humana nunca estuvo en tan grave riesgo de extinción a partir de su sistemática vanalización, a punto de ser sustituida por la gobernanza del Algoritmo, una inteligencia artificial cuya carencia de rostro no debería hacernos creer que no tiene detrás mentes concretas, las diseñadoras del Algoritmo, con la preclara intención “de tirarnos por la borda a todos los sobrantes”, tal y como propusiera Garret Hardin en su teoría del bote salvavidas, como inevitable y única solución a la “tragedia de los comunes”.

El agotado y fracasado paradigma de los bienes comunes reserva un sitio preferente para la Propiedad  y sólo se justifica a sí mismo como subsidiario de la propiedad privada,  comunes pendientes de su completa privatización por el Estado, como forma sibilina de “bienes públicos” gestionados por las administraciones estatales. Todo ello, lo público-estatal no logra apaciguar las neuróticas ilusiones consumistas de la masa clientelar y cautiva. Todavía no  saben estas masas que son marginales por definición sistémica y categórica, una ciudadanía-sujeto de derechos solo mientras éstos sean funcionales, simultáneamente, a los intereses del Mercado y de la Hacienda estatal, cachondamente identificados con el “bien común” a criterio del paradigma dominante. 

 


 Pueden seguir, por otros dos  siglos o más, discutiendo los científicos sociales y económicos sobre la metafísica de los comunes, pero el sentido común me dice que los límites de la propiedad  están precisamente donde comienzan los bienes comunales universales, es decir, la Tierra y el Conocimiento, ambos en su integridad, lo que significa la exclusión de la Propiedad para estos bienes raíces, que constituyen la materia prima del metabolismo de nuestra especie y sobre los que las comunidades humanas, como cada uno de sus individuos, tienen un natural “derecho de uso”, pero no, en ningún caso, un derecho de apropiación. Propiedad  y comunales son términos contrarios e incompatibles; y lo son por imperativo categórico de NECESIDAD EXISTENCIAL,     que implica la extrema necesidad de  abolir el derecho de apropiación sobre los comunales universales y su sustitución por un natural derecho de uso, un derecho natural,  nI divino ni estatal, por razón conjunta, ética y ecológica, de dignidad y supervivencia: para poder sobrevivir a la vanalización de la vida, como al previsible colapso sistémico que ya está en marcha...y que más se acelera cuanto más tardemos en comprenderlo.

Combatir esta distopía conlleva riesgos con los que hay que lidiar, pero así es la vida toda y especialmente la humana vida, incierta y efímera por naturaleza, siempre abocada a afrontar y superar los desequilibrios, conflictos e incertidumbres que la constituyen, enfrentada siempre a la inexorable ley de la descomposición y siempre impulsada por su poderoso instinto vital y  dual, individual y comunitario.

El pensamiento propietarista dominante se basa en una interesada y atávica desconfianza en la capacidad de los individuos humanos para su autogobierno, olvida las pruebas históricas que demuestran la posibilidad del autogobierno -y, por tanto, de la democracia -, a condición de ausencia de la Propiedad. Quienes profesan esta desconfianza no pueden siquiera imaginar la vida humana sin Propiedad y, por tanto, sin Patriarcado y sin Estado. La teoría de Garret Hardin presupone, sin pruebas, la incapacidad humana para la autogestión o autogobierno.  Y digo sin pruebas, porque nunca, al menos desde hace diez mil años, pudo la humanidad vivir liberada de la institución de la Propiedad, ni de sus consecuencias patriarcales-estatales, ni libre de su innata violencia.

Hoy “la tragedia de los bienes comunales” consiste en que ni siquiera quienes los defienden comprendan su actual trascendencia en la  inédita situación trágica en la que está inmersa la especie humana, ni comprendan la directa relación de esta tragedia con la institución histórica de la  Propiedad como derecho a la apropiación de los comunales universales. Cuando nos referimos a la Tierra  y al Conocimiento no llegan a comprender la diferencia abismal entre derecho de uso y derecho de apropiación.

Mirar por el espejo retrovisor es absolutamente necesario cuando  se quiere  ir marcha atrás. De no ser así, sigue siendo conveniente, pero solo a condición de que nos sirva para tener referencias en la marcha hacia adelante, pero no nos distraiga del camino por el que vamos, con grave riesgo de estrellarnos. 

 


 



jueves, 23 de septiembre de 2021

LA GUERRA CONTRA BACTERIAS Y VIRUS: UNA LUCHA AUTODESTRUCTIVA

La guerra permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen la vida en nuestro Planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada de la realidad que camina hacia su autodestrucción.

 
La guerra contra bacterias y virus: una lucha autodestructiva
Autor Máximo Sandín.

Las dos obras fundacionales que constituyen la base teórico-filosófica del pensamiento occidental contemporáneo, de la concepción de la realidad, de la sociedad, de la vida, y que han sido determinantes en las relaciones de los seres humanos entre sí y con la Naturaleza son “La riqueza de las naciones” de Adam Smith y “Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o el mantenimiento de las razas favorecidas en la lucha por la existencia” de Charles Darwin. La concepción de la naturaleza y la sociedad como un campo de batalla en el que dos fuerzas abstractas, la selección natural y la mano invisible del mercado rigen los destinos de los competidores, ha conducido a una degradación de las relaciones humanas y de los hombres con la naturaleza sin precedentes en nuestra historia que está poniendo a la humanidad al borde del precipicio. El creciente abismo entre los países victimas de la colonización europea y los países colonizadores, las decenas de guerras permanentes, siempre originadas por oscuros intereses económicos, la destrucción imparable de ecosistemas marinos y terrestres… sólo pueden conducir a la Humanidad a un callejón sin salida. La gran industria farmacéutica se puede considerar, dentro de este proceso destructivo, un claro exponente de la aplicación de estos principios y de sus funestas consecuencias. La concepción del organismo humano y de la salud como un campo para el mercado, como un objeto de negocio, unida a la visión reduccionista y competitiva de los fenómenos naturales ha conducido a una distorsión de la función que, supuestamente, le corresponde, que puede llegar a constituir un factor más a añadir a los desencadenantes de la catástrofe. Un ejemplo dramáticamente ilustrativo de los peligros de esta concepción es el alarmante aumento de la resistencia bacteriana a los antibióticos, que puede llegar a convertirse en una grave amenaza para la población mundial, al dejarla inerme ante las infecciones (Alekshun M. N. y Levy S. B. 2007). El origen de este problema se encuentra en los dos conceptos mencionados anteriormente, que se traducen en el uso abusivo de antibióticos ante el menor síntoma de infección, su utilización masiva para actividades comerciales como el engorde de ganado, y su comercialización con evidente ánimo de lucro, pero, sobre todo, de la consideración de las bacterias como patógenos, “competidores” que hay que eliminar.

Esta concepción pudo estar justificada por la forma como se descubrieron las bacterias, antes “inexistentes”. El hecho de que su entrada en escena fuera debido a su aspecto patógeno, unido a la concepción darvinista de la naturaleza según la cual, la competencia es el nexo de unión entre todos sus componentes, las estigmatizó con el sambenito de microorganismos productores de enfermedades que, por tanto, había que eliminar. Sin embargo, los descubrimientos recientes sobre su verdadero carácter y sus funciones fundamentales para la vida en nuestro planeta han transformado radicalmente las antiguas ideas. Las bacterias fueron fundamentales para la aparición de la vida en la Tierra, al hacer la atmósfera adecuada para la vida tal como la conocemos mediante el proceso de fotosíntesis (Margulis y Sagan, 1995). También fueron responsables de la misma vida: las células que componen todos los organismos fueron formadas por fusiones de distintos tipos de bacterias de las que sus secuencias génicas se pueden identificar en los organismos actuales (Gupta, 2000). En la actualidad, son los elementos básicos de la cadena trófica en el mar y en la tierra y en el aire (Howard et al., 2006; Lambais et al., 2006) y siguen siendo fundamentales en el mantenimiento de la vida: “Purifican el agua, degradan las sustancias tóxicas, y reciclan los productos de desecho, reponen el dióxido de carbono a la atmósfera y hacen disponible a las plantas el nitrógeno de la atmósfera. Sin ellas, los continentes serían desiertos que albergarían poco más que líquenes”. (Gewin,2006), incluso en el interior y el exterior de los organismos (en el humano su número es diez veces superior al de sus células componentes). La mayor parte de ellas son todavía desconocidas y se calcula que su biomasa total es mayor que la biomasa vegetal terrestre. Con estos datos resulta evidente que su carácter patógeno es absolutamente minoritario y que en realidad es debido a alteraciones de su funcionamiento natural producidas por algún tipo de agresión ambiental ante la que reaccionan intercambiando lo que se conoce como “islotes de patogenicidad” ( Brzuszkiewicz et al., 2006) una reacción que, en realidad, es una reproducción intensiva para hacer frente a la agresión ambiental. De hecho, se ha comprobado que los antibióticos no son realmente “armas” antibacterianas, sino señales de comunicación que, en condiciones naturales, utilizan, entre otras cosas, para controlar su población: “Lo que los investigadores conocen sobre los microbios productores de antibióticos viene fundamentalmente de estudiarlos en altos números como cultivos puros en el laboratorio, unas condiciones artificiales comparadas con su número y diversidad encontrados en el suelo” (Mlot, 2009). A pesar de todos estos datos reales, se puede comprobar cómo la industria farmacéutica sigue buscando “nuevas armas” para combatir a las bacterias (Pearson, 2006).

Los virus han seguido, con unos años de retraso, el mismo camino que las bacterias, debido a que su descubrimiento fue más tardío a causa de su menor tamaño. Descubiertos por Stanley en la enfermedad del “mosaico del tabaco” fueron, lógicamente, dentro de la óptica competitiva de la naturaleza, incluidos en la lista de “rivales a eliminar”. Es evidente que algunos de ellos provocan enfermedades, algunas terribles, pero, ¿no estará en el origen de éstas algún proceso semejante al que ya parece evidente en las bacterias? Veamos los datos más recientes al respecto: El número estimado de virus en la Tierra es de cinco a veinticinco veces más que el de bacterias. Su aparición en la Tierra fue simultánea con la de las bacterias (Woese, 2002) y la parte de las características de la célula eucariota no existentes en bacterias (ARN mensajero, cromosomas lineales y separación de la transcripción de la traslación) se han identificado como de procedencia viral (Bell, 2001). Las actividades de los virus en los ecosistemas marinos y terrestres (Williamson, K. E., Wommack, K. E. y Radosevich, M., 2003; Suttle, C. A., 2005) son, al igual que las de las bacterias, fundamentales.                                                                         

En los suelos, actúan como elementos de comunicación entre las bacterias mediante la transferencia genética horizontal (Ben Jacob, E. et al., 2005) en el mar tienen actividades  tan significativas como estas: En las aguas superficiales del mar hay un valor medio de 10.000 millones de diferentes tipos de virus por litro. Su densidad depende de la riqueza en nutrientes del agua y de la profundidad, pero siguen siendo muy abundantes en aguas abisales. Su papel ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes especies que componen el placton marino (y como consecuencia del resto de la cadena trófica) y entre los diferentes tipos de bacterias, destruyéndolas cuando las hay en exceso. Como los virus son inertes, y se difunden pasivamente, cuando sus "huéspedes" específicos son demasiado abundantes son más susceptibles de ser infectados. Así evitan los excesos de bacterias y algas, cuya enorme capacidad de reproducción podría provocar graves desequilibrios ecológicos, llegando a cubrir grandes superficies marinas. Al mismo tiempo, la materia orgánica liberada tras la destrucción de sus huéspedes, enriquece en nutrientes el agua. Su papel biogeoquímico es que los derivados sulfurosos producidos por sus actividades, contribuye... ¡a la nucleación de las nubes! A su vez, los virus son controlados por la luz del sol (principalmente por los rayos ultravioleta) que los deteriora, y cuya intensidad depende de la profundidad del agua y de la densidad de materia orgánica en la superficie, con lo que todo el sistema se regula a sí mismo. (Fuhrman, 1999). Hasta el 80% de las secuencias de los virus marinos y terrestres no son conocidas en ningún organismo animal ni vegetal. (Villareal, 2004). En cuanto a sus actividades en los organismos, los datos que se están obteniendo los convierten en los elementos fundamentales en la construcción de la vida. Además de las características de la célula eucariota no existentes en las bacterias que se han identificado como procedentes de virus,  más significativo aún es el hecho de que la inmensa mayor parte de los genomas animales y vegetales está formada por virus endógenos que se expresan como parte constituyente de éstos (Britten, R.J., 2004) y elementos móviles y secuencias repetidas derivadas de virus que se han considerado erróneamente durante años “ADN basura” gracias a la “aportación científica” de Richard Dawkins con su pernicioso libro “El gen egoísta” (Sandín, 2001; Von Sternberg, R., 2002). Entre éstas, los genes homeóticos fundamentales, responsables del desarrollo embrionario, cuya disposición en los cromosomas de secuencias repetidas en tandem revela un evidente origen en retrotransposones (capaces de hacer, con la ayuda del genoma, duplicaciones de sí mismos), a su vez derivados de retrovirus (Wagner, G. P. et al., 2003; GarcíaFernández, J., 2005). Una de las funciones más llamativas es la realizada por los virus endógenos W, cuya misión en los mamíferos consiste en la formación de la placenta, la fusión del sincitio-trofoblasto y la inmunosupresión materna durante el embarazo (Venables et al., 1995; Harris, 1998; Mi et al., 2000; Muir et al., 2004). Pero la cantidad, no sólo de “genes” sino de proteínas fundamentales en los organismos eucariotas (especialmente multicelulares) no existentes en bacterias y adquiridas de virus sería inacabable (Adams y Cory, 1998; Barry y McFadden, 1999; Markine-Goriaynoff et al., 2004; Gabus et al., 2001; Medstrand y Mag, 1998; Jamain et al., 2001 ), aunque, en ocasiones, los propios descubridores, llevados por la interpretación darwinista las consideran aparecidas misteriosamente (“al azar”) en los eucariotas y adquiridas por los virus (Hughes & Friedman, 2003) a los que acusan  de “secuestradores”, “saboteadores” o “imitadores” (Markine-Goriaynoff et al., 2004) sin tener en cuenta que los virus en estado libre son absolutamente inertes, y que es la célula la que utiliza y activa los componentes de los virus (Cohen, 2008). Por eso, resultan absurdas las acusaciones, que estamos cansados de oír, de que los virus “mutan para evadir las defensas del hospedador”. Las “mutaciones” se producen durante los procesos de integración en el ADN celular debido a que la retrotranscriptasa viral no corrige los “errores de copia”.

En definitiva, e independientemente de la incapacidad para la comprensión de la importante función de los virus en la evolución y los procesos de la vida motivada por la asfixiante concepción reduccionista y competitiva de las ideas dominantes en Biología, los datos están disponibles en los genomas secuenciados hasta ahora. En el genoma humano se han identificado entre 90.0000 y 300.0000 secuencias derivadas de virus. La variabilidad de las cifras es debida a que depende de que se tengan en consideración virus completos o secuencias parciales derivadas de virus. Es decir, también están en nuestro interior. Cumpliendo funciones imprescindibles para la vida. Pero también sabemos que los virus endógenos se pueden activar y “malignizar” como consecuencia de agresiones ambientales (Ter-Grigorov, et al., 1997; Gaunt, Ch. y Tracy, S., 1995). Es decir, por más que la concepción dominante de la naturaleza, la que nos parecen querer imponer los interesados en la lucha contra ella, sea la de un sórdido campo de batalla plagado de “competidores” a los que hay que eliminar, lo que nos muestra la realidad es una naturaleza de una enorme complejidad en la que todos sus componentes están interconectados y son imprescindibles para el mantenimiento de la vida. Y que son las rupturas de las condiciones naturales, muchas de ellas causadas por esta visión reduccionista y competitiva de los fenómenos de la vida, las que están conduciendo a convertir a la naturaleza desequilibrada en un verdadero campo de batalla en el que tenemos todas las de perder. El peligroso avance de la resistencia bacteriana a los antibióticos se puede considerar como el más claro exponente de las consecuencias de la irrupción de la competencia y el mercado en la naturaleza, pero hay otra consecuencia de esta actitud que nos puede dar una pista de hasta donde pueden llegar si se continúa por este camino: Desde 1992 hasta 1999, el periodista Edward Hooper siguió el rastro de la aparición del SIDA hasta un laboratorio en Stanleyville en el interior del Congo, por entonces belga, en el que un equipo dirigido por el Dr. Hilary Koprowski, elaboró una vacuna contra la polio utilizando como sustrato riñones de chimpancé y macaco. El “ensayo” de esta vacuna activa tuvo lugar entre 1957 y 1960, mediante un método muy habitual “en aquellos tiempos”, la vacunación de más de un millón de niños en diversas “colonias” de la zona. Niños cuyas condiciones de vida (y, por tanto, de salud) no eran precisamente las más adecuadas. En un debate en el que el periodista expuso sus datos, Hooper fue vapuleado públicamente por una comisión de científicos que negaron rotundamente esa relación, aunque no se consiguió encontrar ninguna muestra de las vacunas. Parece comprensible que los científicos no quieran ni siquiera pensar en esa posibilidad. Desde entonces, se han publicado varios “rigurosos” estudios que asociaban el origen del sida con mercados africanos en los que era práctica habitual la venta de carne de mono o, más recientemente, “retrasando” la fecha de aparición hasta el siglo XIX mediante un supuesto “reloj molecular” basado en la comparación de cambios en las secuencias genéticas de virus. Lo que ni Hooper ni Koprowsky podían saber era que los mamíferos tenemos virus endógenos que se expresan en los linfocitos y que son responsables de la inmunodepresión materna durante el embarazo. En la actualidad, Koprowsky es uno de los científicos con más patentes a su nombre.

Las barreras de especie son un obstáculo natural para evitar el salto de virus de una especie a otra. Son necesarias unas condiciones extremas de estrés ambiental o unas manipulaciones totalmente antinaturales para que esto ocurra. Y todo esto nos lleva al cuestionamiento de de muchos conceptos ampliamente asumidos que, como ajeno profesionalmente al campo de la medicina, sólo me atrevo a plantear a los expertos en forma de preguntas para que sean ellos los que consideren su pertinencia:  Si tememos en cuenta que las secuencias genéticas de los virus endógenos y sus derivados están implicadas en procesos de desarrollo embrionario (Prabhakar et al., 2008), se expresan en todos los tejidos y en muchos procesos metabólicos (Sen y Steiner, 2004), inmunológicos (Medstrand y Mag, 1998),  ¿cuál es la verdadera relación de los virus con el cáncer o con las enfermedades autoinmunes? ¿son causa o consecuencia? Es decir, ¿existen epidemias de cáncer o artritis o son los tejidos afectados los que emiten partículas virales (Seifarth et al., 1995)? Si tenemos en cuenta que la inmunidad es un fenómeno natural que cuenta con sus propios procesos para garantizar el equilibrio con los microorganismos del entorno, la introducción artificial de microorganismos “atenuados” o partes de ellos en el organismo ¿no producirá una distorsión de los mecanismos naturales incluyendo un posible debilitamiento del sistema inmune que favorecería la posterior susceptibilidad a distintas enfermedades?

 Y, finalmente, si tenemos en cuenta que la existencia en la naturaleza de “virus recombinantes” procedentes de dos especies diferentes es tan extraña que posiblemente sea inexistente debido a la extremada especificidad de los virus. ¿De dónde vienen esos extraños virus con secuencias procedentes de cerdos, aves y humanos? En el caso hipotético de que los verdaderos intereses de la industria farmacéutica fueran los beneficios económicos, la enfermedad se convertiría en un negocio, pero las vacunas serían, sin la menor duda, el mejor negocio. Ya hemos visto repetidamente hasta donde pueden llegar las dos industrias que, junto con la farmacéutica, constituyen los mercados que más dinero “generan” en el mundo: la petrolera y la armamentística. Sería un duro golpe para los ciudadanos convencidos de que están en buenas manos comprobar que una industria aparentemente dedicada a cuidar la salud de los ciudadanos fuera en realidad otra siniestra máquina acumuladora de dinero capaz de participar en las turbias maquinaciones de sus compañeras de ranking como, por ejemplo, controlar prestigiosas organizaciones internacionales para favorecer sus propios intereses.

 La concepción de la naturaleza basada en el modelo económico y social del azar como fuente de variación (oportunidades) y la competencia como motor de cambio (progreso) impone la necesidad de "competidores" ya sean imaginarios o creados previamente por nosotros y está dañando gravemente el equilibrio natural que conecta todos los seres vivos.  Pero la Naturaleza tiene sus propias reglas en las que todo, hasta el menor microorganismo y la última molécula, están involucrados en el mantenimiento y regulación de la vida sobre la Tierra y tiene una gran capacidad de recuperación ante las peores catástrofes ambientales. El ataque permanente a los elementos fundamentales en esta regulación, la agresión a la “red de la vida”,  puede tener unas consecuencias que, para nuestra desgracia, sólo podremos comprobar cuando la Naturaleza recobre el equilibrio.  

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POR UN PACTO SOCIAL, NO CONTRATO, REALMENTE NUEVO

Decir que la guerra contra el imperio parte de la vida cotidiana, de lo ordinario, que emana del elemento ético, es proponer un nuevo concepto de guerra, despojado de todo contenido militar. Si la guerra es asimétrica no es en razón de las fuerzas que están presentes en ella, sino porque los insurgentes y los contrainsurgentes no están librando la misma guerra. Por eso la noción de guerra social no es adecuada. Da lugar a la ilusión fatal de simetría en el conflicto con esta sociedad, como si la batalla tuviera lugar en los mismos planos de representación de la realidad. Si realmente hay una guerra asimétrica entre las personas y los gobiernos es porque lo que nos diferencia es una asimetría en la definición misma de la guerra.

No habrá solución social a la presente situación. En principio porque el vago agregado de medios, de instituciones y de burbujas individuales al que se llama por antífrasis “sociedad” no tiene consistencia, y a continuación porque no existe lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten las riquezas si no se comparte un lenguaje. Hizo falta medio siglo de lucha en torno a las Luces para forjar la posibilidad de la Revolución francesa, y un siglo de lucha sobre el trabajo para parir el temible “Estado providencia”. Las luchas crean el lenguaje en el que se dice el nuevo orden. Nada parecido existe hoy en día. Europa es un continente arruinado que va a hacer a escondidas sus compras a Lidl y viaja en low cost para poder hacerlo todavía. Ninguno de los “problemas” que se formulan en el lenguaje social admite solución”.          (Texto del Comité Invisible).


Pensar es una acción propia y exclusiva de un único y concreto órgano corporal, es algo propio de un concreto individuo humano. El pensamiento sólo puede ser acto individual, porque no existe un cerebro que sea común a dos o más cuerpos y, por tanto, hablar de un “pensamiento colectivo o social” es referirse a algo irreal o imaginario. Este modo de “pensar el pensamiento” forma parte del amplio repertorio del Imaginario  Moderno, conformado a partir del pleno dominio cultural del aparato estatal-mercantil desde su “modernización ilustrada y liberal”, operada en el tránsito del siglo XVII al XVIII. En vez de pensamiento social o colectivo, es mucho más ajustado a la realidad hablar de “mentalidad”, en el sentido que explicara el historiador Jacques Le Goff, como sucedáneo de “weltanschauung”, que en lengua alemana significa la forma de concebir el mundo y la vida, que logra hacerse viral -ésto lo digo yo-, por costumbre, que podrá ser expontánea o inducida. Por eso mantengo que la mentalidad mayoritaria de la sociedad contemporánea se corresponde con el Imaginario ilustrado o moderno, desplegado a partir de la modernización del aparato institucional dominante, a su modo estatal/capitalista, que en la actualidad sigue intentando su global extensión e implantación.

Si convenimos que un “paradigma” es una explicación de la realidad mejor que la precedente (Thomas Khun), asistimos a la emergencia de un nuevo paradigma, que yo denomino, provisionalmente, del realismo ético (experiencial y científico), superador del decadente paradigma del realismo paraético, imaginario y pseudocientífico, constituido como “mentalidad moderna, liberal-progresista e identitarista”.

Tenemos un inmenso problema de comunicación cuando las palabras (significantes) que usamos significan conceptos (significados) diferentes y hasta contradictorios, que no se corresponden con la realidad. Son muchas las palabras que, como “democracia” o “revolución”, por ejemplo, han sido asimiladas por la moderna “ideología del progreso”, logrando producir e imponer significados que corresponden a la cosmovisión e intereses de las élites que controlan la producción cultural y su reproducción social. Se trata de significados ajustados a los intereses y cosmovisión propia de aquellas élites que cuenten con suficiente poder para hacerlo. La costumbre hace el resto, hasta lograr que los “modernos” significados acaben por imponerse como mentalidad o cosmovisión dominante.

Necesitamos definir un vocabulario  con fundamento en un método de conocimiento teórico-práctico basado en un realismo ético, asentado simultáneamente sobre el conocimiento científico, dialécticamente contrastado con el sentido común resultante de la experiencia vital, personal y social, del común humano. Valga como ejemplo la palabra “democracia”. Morfológimante formada por dos lexemas o raíces, cada una de ellas con un significado referencial (demo=pueblo y cracia=gobierno) que, juntas, modifican y completan su significación, componiendo un nuevo significante (palabra) con  nuevo significado (idea o concepto) comprensible por los hablantes y definido por una entidad que puede ser real (correspondiente a lo físico o material) o imaginaria (correspondiente a algo pensado o ideal). Veamos:

-El lexema “demo/pueblo” puede referirse al conjunto de la población habitante de un concreto territorio, sea urbano o más amplio (comarcal, regional, continental o global), luego no hay una única definición de “pueblo”, como tampoco la hay de “territorio” que, a su vez, puede referir a diferentes realidades físicas definidas por cada tipo de poblamiento. Pues bien, en la palabra “democracia” según la utiliza el imaginario moderno, demo o pueblo adopta el significado de pueblo “nacional”, referido al conjunto de habitantes incluidos por cada Estado en un artificial y variable contenedor territorial.                                                                                                                        -El lexema “cracia/gobierno” puede referirse indistintamente a “gobierno de un sujeto” colectivo (lo que sería gobierno de sí, autonomía o autocracia), como también puede referirse a “gobernación de un objeto” (lo que sería heteronomía o dictocracia). Por tanto, el “pueblo” puede ser sujeto soberano (gobernante) o puede ser objeto sometido (gobernado), según sea el tipo de democracia que consideremos, si real o imaginaria (representativa).

A partir de esta indefinición, el imaginario progresista-moderno ha logrado implantar un significado imaginario para la palabra democracia, a la medida de su propia cosmovisión: un ilusorio “pueblo o nación estatal” gobernado por representantes de su soberanía, haciendo equivaler una “realidad” imaginada - el Pueblo o Nación soberana - con su “representación” o Parlamento, constituido por facciones ideológicas (partidos); es decir, otorgando categoría de realidad a conceptos imaginarios, obrando ese colosal "despiste" que consiste en identificar territorio y mapa,  realidad e imagen.

 

En plena pandemia del covid-19 (twitter de 24 jun 2020), Ana Botín, presidenta del Banco Santander y miembro del consejo de administración de Coca-Cola, decía: “Necesitamos un nuevo contrato social para construir un mundo más sostenible. Luchar contra el cambio climático o dar una educación del siglo XXI son retos que tenemos que afrontar entre todos. La crisis del coronavirus, que ahora está golpeando a Latinoamérica, es un ejemplo más”.

Todo parece indicar que ya estamos en ese tránsito hacia un nuevo contrato social, acelerado por la pandemia en curso. Es más que una intuición y no es que lo veamos venir, es que ya lo tenemos encima tras el ensayo global que ha supuesto la gestión de la pandemia por la inmensa mayoría de los Estados: un nuevo orden social denominado “nueva normalidad”, cuyas directrices generales nos vienen predeterminadas por una lógica imparable, a priori incuestionable por su naturaleza científico-tecnológica: combatir el cambio climático mediante una radical transición energética y lograr un modo de crecimiento sostenible o ecológico de la economía capitalista, sustentada ésta en un desarrollo hipertecnológico. ¿Quién va a oponerse a esta lógica, quién se atreverá a ir contra lo que está diciendo la “comunidad científica”, ese misterioso sujeto colectivo, de expertos que son los que realmente “saben”?

Junto a la decidida apuesta de la mayor parte de las élites económico-políticas, expresada por Ana Botín, se manifiestan  voces más “conservadoras”, que afirman la condición de falacia de esta apuesta por un nuevo contrato social. Falacia es un argumento que pareciendo válido no lo es y, según esta opinión conservadora, la idea de un nuevo contrato social es una falacia en toda regla, se parte de que la realidad, por ser mejorable hay que cambiarla, se argumenta que nuestra realidad cambió cuando se abolió el antiguo régimen gracias al contrato social vigente, y se concluye que necesitamos un nuevo contrato social para mejorar la realidad del presente. Hablar de un “nuevo” contrato social suena atractivo, el calificativo “social” nos conecta con la idea de justicia, y si se acompaña de las palabras igualdad, dignidad o sostenibilidad parece que es más necesario todavía. Pero dicen estas voces conservadoras que en un ámbito nacional un nuevo contrato social no sería más que una nueva Constitución, en un ámbito Europeo estaríamos ante un nuevo Tratado de la UE y en un ámbito global, estaríamos hablando de una nueva Declaración de los Derechos Humanos...y se preguntan: ¿cambiaría nuestra realidad si reescribiéramos esas normas?, a lo que responden con un rotundo No, al tiempo que también se preguntan: ¿por qué no hacemos un esfuerzo mayor en cumplir las normas que ya tenemos para que las injusticias o las desigualdades que han aparecido en la última década y que aparecerán en las próximas sean contenidas? No necesitamos un nuevo contrato social, dicen, un nuevo contrato no solucionará el cambio climático, ni la pobreza, ni la desigualdad, no garantizará que cumplamos lo que venimos incumpliendo reiteradamente, todo lo cual parece tan razonable, al menos, como lo que dice Ana Botín. 

Por tanto, ante la encrucijada que se nos presenta, habría esas dos posiciones igualmente oficiales. Pero yo mantengo una posición propia que, como diría el ínclito y recientemente fallecido Alfonso Sastre, “por propia voluntad se sitúa al margen de los márgenes”, lo que explicaré a continuación, no sin antes recordar a quien ésto lea una obviedad que suele pasar desapercibida, como es que las personas “comunes” también podemos pensar, reflexionar, leer y estudiar, al menos tanto y con similar capacidad de acierto o error que cualquier “experto”.

El considerado como “vigente” contrato social es inexistente, solo es una idea, algo que nunca existió tras la descomposición del Antíguo Regimen, ni escrito ni firmado por las partes, es decir, entre la ciudadanía y el Estado liberal. Cuando se formuló la teoría del contrato social por el filósofo jacobino Jean Jacques Rousseau, el conocimiento científico apenas estaba dando sus primeros pasos allá por el siglo XVIII. Es, pues, una suposición, una idea que simboliza un supuesto acuerdo por el que las partes se comprometen a respetar una serie de derechos y deberes, compromiso y responsabilidad que, si buscamos una analogía ilustrativa, bien pudiera servirnos el contrato laboral, por el que un empresario y un trabajador se comprometen con unos determinados acuerdos, que rubrican, presumiblemente con libertad y en condiciones de igualdad. Pero no hace falta ser jurista para saber que ésto es radicalmente falso, que el contrato laboral no es una firma entre iguales y que, en realidad, una de las partes se ve obligada a aceptar las condiciones por razón de necesidad, tratándose, por tanto, de un contrato impuesto, que viene a expresar la esencial relación de sumisión y dependencia de una parte (el trabajador) respecto de la otra (el empresario). Pues en el caso del Contrato Social la situación es aún peor, porque se trata de un contrato igualmente simbólico y, además, no estando escrito ni firmado por nadie, su sistemático incumplimiento viene a ser la norma.

Las dos posiciones “oficiales” enfrentadas que antes señalé, solo aparentemente parecen “razonables”: los partidarios de un “nuevo pacto social” porque piensan que el actual nos ha traído a una situación insostenible, y los partidarios de una posición conservadora porque piensan que dicha situación es consecuencia del incumplimiento del pacto social vigente. Pero ambas posiciones ignoran los orígenes y antecedentes históricos de tales incumplimientos y consecuencias, solo se fijan en sus efectos y no en sus causas.

Las obligaciones y derechos que cualquier ciudadano adquiere al incorporarse a una sociedad es a lo que Rousseau denominó “contrato social”, un contrato simbólico e implícito que adquiere todo ciudadano por serlo. Antes que Rousseau, los filósofos ingleses Thomas Hobbes y John Locke trataron esta cuestión con la misma pretensión de responder a ¿cómo el hombre pasa de encontrarse en un estado de naturaleza, donde la libertad de la que disfruta es máxima; a formar una sociedad encabezada y dirigida por el Estado, donde la libertad es cercenada y en el que se encuentra al manejo y servicio del déspota de turno? ¿Acertaba Platón cuando afirmaba que “la justicia es un acuerdo entre egoístas racionales"?.

La desigualdad, la pobreza o la injusticia llevan preocupando al ser humano a lo largo de toda la historia de la humanidad. Un nuevo contrato social que ignore los avances científico-tecnológicos  y sus consecuencias no solucionará los mismos problemas que no fueron resueltos durante los siglos pasados. Si es necesario un nuevo contrato social ha de tener en cuenta que las personas pueden ser objeto de manipulación, hoy más que nunca, gracias a las nuevas ciencias y tecnologías, condicionando así el destino de la humanidad.

El “contrato social” es una especie de mito de la época moderna, como lo es la “nación”, ambos son producidos desde las instancias de ese poder absoluto que conocemos como “Estado” y que a sí mismo se presenta como “comunidad nacional”. Forma parte de este mito la creencia de que el contrato social surge tras la descomposición del Antíguo Regimen a cargo del Estado Moderno, el liberal que se conformara a partir de las revoluciones americana y francesa, junto a la revolución industrial inglesa. Pienso que el cambio real fue solo nominal, referido a la denominación, por la que la misma situación de sumisión y dependencia de los ciudadanos respecto del orden estatal dominante pasaba a denominarse “contrato social” de forma imaginaria,  dando por hecho que la democracia liberal disipaba por sí misma toda posibilidad de vuelta al totalitarismo del Antíguo Regimen feudal.

Esta relación de sometimiento y dominación es una constante, al menos desde que tenemos constancia de la existencia del Estado, es decir, desde hace al menos los diez mil años que nos separan del primer Estado surgido en la Mesopotamia o Creciente Fértil. Y es así porque esa es la naturaleza misma del Estado desde sus orígenes hasta hoy. La "nación" creada por cada Estado desde su orígen le sirve para darle contenido (social) a su continente territorial. Pero al mito de la nación, el Estado contemporáneo le ha añadido otro mito nuevo, el de la “comunidad científica”, otro sujeto abstracto cuya razón “científico-tecnológica” hoy contribuye decisivamente a sustentar la legitimación del aparato estatal. Pienso que en realidad la mayor parte del pensamiento contemporáneo se sustenta en similares mitos, propios de la Ilustración burguesa, como ideas o mentalidades inducidas por el Estado gracias a su dominio sobre la naturaleza y la sociedad, lo que solo es posible mediante un despliegue institucional que jamás pudieron siquiera soñar ninguno de los Estados o Imperios precedentes.

Por supuesto que me interesan los efectos de la dominación estatal, pero también me interesa averiguar sus causas. No puede ser que sigamos ignorando que todo el pensamiento moderno hoy dominante, es esencialmente propietarista y estatalista, perfeccionado durante milenios. No puede ser que, continúe camuflado bajo el barniz progresista de la Modernidad. No puede ser que se siga pensando en la apropiación o robo de la Tierra y del Conocimiento como un hecho “natural”, un Derecho Humano. De esa “naturalidad” deriva la naturalización del aparato del poder estatal, que la mayoría de la sociedad siga creyendo en la absoluta e incuestionable necesidad del Estado como institución garante de un Orden y una Justicia que nunca podrían darse en su ausencia, dado que tanto los individuos como sus comunidades “somos incapaces de gobernarnos por nosotros mismos”. Necesitamos, según esta creencia, aceptar un poder o autoridad superior (sea divina al estilo antiguo y medieval, o sea humana al estilo moderno), como única solución al caos en el que presumiblemente viviríamos de no aceptar ese “contrato social” por el que nos sometemos voluntaria e implícitamente al Estado por el  hecho de vivir en sociedad.

 

Pienso que hasta ahora no se dieron las circunstancias que pudieran hacernos dudar de esta creencia en la necesidad del Estado. La superpoblación y la masiva concentración urbana, la disolución de las individualidades en el anonimato de las masas políticas (nacionales) y económicas (mercados), junto a la disipación de las comunidades convivenciales naturales y  a la dramática dimensión global de la crisis ecológica, de la crisis epistémica relativa al conocimiento científico y su validación... a mayores de otras crisis añadidas y de no menor trascendencia, como las de los sistemas económicos (modelo de producción capitalista) y políticos (su corrupto modelo democrático-liberal). Adaptarse hoy al contrato social vigente supone fiar toda esperanza de futuro en un Estado parapetado tras una abstracta autoridad científico-tecnológica, más interesada en soluciones económicas o de mercado que en soluciones verdaderamente éticas, sociales y ecológicas. Pero las calamitosas evidencias de su intrínseca negatividad, está permitiendo que aflore una masiva percepción de incertidumbre, que empieza a cuestionar la totalidad del sistema, al tiempo que a vislumbrar otras posibles cosmovisiones, la posibilidad real de otras formas de concebir el mundo y nuestro modo de relacionarnos, entre nosotros y con ese mundo/naturaleza del que hasta ahora creíamos ser una especie aparte y por encima.

No puedo comprender la última era de la evolución humana si no es contando con este continuado Estado de Sumisión por parte de individuos y comunidades. No sin ignorar también la continuada tensión-confrontación de individuos y comunidades frente a todas las formas que el Estado ha venido adoptando a lo largo de su milenaria existencia. No sin averiguar las razones de esta continuada derrota. Hemos visto aflorar esta tensión en todos los intentos revolucionarios, guiados por el deseo de autonomía individual o colectiva frente a la autoridad del  Estado, a pesar de que estas revoluciones fueron casi siempre “internas” al orden estatal, es decir, una lucha de facciones estatales que entre sí se disputaban el poder y, en definitiva, el manejo de la sociedad por el Estado.

Nunca antes fue posible pensar un verdadero pacto social entre verdaderos iguales, es decir, sin participación de ninguna instancia de poder ajeno y superior . Ahora pienso que sí es posible, y es una gran paradoja que tengamos que agradecérselo al Estado de Desastre resultante de la globalización capitalista y a su intrínseca negatividad, que por primera vez en la historia humana hayamos adquirido una cierta conciencia de especie y hasta un mínimo sentido de responsabilidad universal ante la devastación de la naturaleza, como ante la vanalización de la vida en general y de la humana vida en especial.

Deberíamos no sólo aprender de los errores “revolucionarios”, también de las artes empleadas por el sistema de dominación, si queremos atinar con la estrategia revolucionaria y a escala global, que ahora sí es posible, pienso yo, en este convulso siglo XXI. Me refiero, por ejemplo, a las ciencias del comportamiento humano, desarrolladas por el sistema de dominación para su marketing comercial, como para su marketing cultural y político. Por estas ciencias el poder de las élites conoce muy bien el mecanismo mental por el que las clases bajas emulan el comportamiento de las clases medias y éstas, a su vez, el comportamiento de la clase alta. Así supieron el modo de desactivar la lucha de clases sin necesidad de combatir su teoría marxista o anarquista, solo con créditos y supermercados, vistiendo de justicia e igualdad el “natural” sentimiento de envidia que lleva a la emulación, primero del consumo  y luego de la ideología.

Los descubrimientos que han dado lugar a las ciencias del comportamiento guardan relación con los postulados básicos de la teoría del contrato social de las que partían Platón, Hobbes, Locke y Rousseau. Cuando se formuló la teoría del contrato social el conocimiento científico apenas estaba dando sus primeros pasos y todavía no se vislumbraban los posibles usos perversos de tal conocimiento científico a favor del control social. Daniel Kanheman y Richard Thaler son los autores de las teorías de la economía conductual y los sesgos cognitivos, que explican por qué a veces podemos ser tan “irracionalmente predecibles”. El sesgo del presente es quizás el más importante, porque es el culpable de que busquemos automáticamente la recompensa inmediata frente al largo plazo. El término “sesgo cognitivo” fue acuñado en 1972 por Daniel Khanemal y Amos Tversky, dos de los padres de la economía conductual y se refiere a la forma que tiene el cerebro de analizar en pocos segundos la información que recibe y tomar una decisión de forma casi automática e instintiva. No se basan, pues, en un pensamiento racional y lógico, dejan fuera el análisis en favor de la acción, impulsándonos a tomar decisiones que no siempre son las idóneas; son atajos que la mente usa cuando tiene que procesar rápidamente información para actuar en consecuencia. Los sesgos cognitivos también hacen que desechemos las opiniones que no coinciden con la nuestra; o nos empujan a dar más peso a acontecimientos recientes que a los pasados. Se trata de distorsiones en la percepción de la realidad que nublan el juicio. Al mecanismo de emulación que antes mencioné, la teoría de la economía conductual lo denomina “sesgo del arrastre”, por el que hacemos algo sólo porque las personas que nos rodean lo hacen; éste es uno de los sesgos más poderosos y uno de los principales impulsos del consumo y es el que nos inclina a llevar un estilo de vida concreto sólo porque el resto de nuestro entorno lo hace.

Las élites que ahora hablan de un nuevo contrato social lo hacen contando con el manejo de los conocimientos científicos y tecnológicos que el poder les permite. Así saben muy bien cómo los individuos tomamos nuestras decisiones y eso les sirve para perfeccionar su sistema de control sobre individuos y sociedades. A quienes coincidimos en la apuesta por un proceso  revolucionario integral, sobre la base ética de un pacto global y local entre iguales, nos interesa mucho no ignorar nada de todo ésto.