“Travailler pour le roi de Prusse” es una expresión típicamente francesa, utilizada popularmente con el significado de “trabajar por nada o casi nada, por un salario miserable”; y también “trabajar en interés ajeno” o “no saber para quien se trabaja”, teniendo en este caso gran similitud con la expresión castellana “vendimiar sin saber para quién”. En Francia se han propuesto diferentes explicaciones para su origen histórico, entre ellas la que refiere a la dura derrota, a mediados del siglo XVIII, del ejército franco-austriaco a manos del rey prusiano Federico II, tras romper la alianza con Francia y haber firmado el Tratado de Westminster con Inglaterra, principal enemigo de Francia. Otra explicación alude al engaño del rey de Prusia a sus tropas, a las que no pagaba los días 31, consiguiendo así un gran ahorro a lo largo de los siete meses que tienen 31 días (enero, marzo, mayo, julio, agosto, octubre y diciembre), al efecto de sincronizar el calendario con los ciclos astronómicos y estacionales. Con cierta carga de humor, en realidad el dicho “trabajar para el rey de Prusia” expresa un triste sentimiento por el hecho de trabajar para nada o de hacerlo sin saber para quién.
Todo ésto viene a cuento de haber leído esta expresión en un artículo de Diego Fusaro, el rojipardo filósofo marxista italiano, quien es igualmente seguido por la extrema derecha europea, que por algunas izquierdas de signo nacionalista. En ese texto, titulado “La destrucción capitalista de la familia”, arremete contra la corriente “progresista” (básicamente integrada por reformistas, liberales y socialdemócratas), a la que Diego Fusaro identifica como la facción ideológica que junto a la “conservadora” articulan el espectro ideológico en el que se juega la política en este tramo final de la posmodernidad capitalista.
Parte de una afirmación con la que estoy muy de acuerdo, resumidamente: el capitalismo es hoy absoluto no sólo porque es conforme a su propio concepto (puede finalmente verse a sí mismo reflejado en cada determinación de lo real), sino también porque está “des-atado”, no atado a ningún límite, en dos sentidos recíprocamente entrelazados:
En primer lugar: en la actual coyuntura, el capital se ha liberado de todo valor (moral, religioso, etcétera) que pueda frenarlo o al menos ralentizar su desarrollo. Esto explicaría el desmantelamiento de la cultura burguesa “del límite”, según D. Fusaro “preñada de valores no afines a la reproducción del mercado, que el capital ha realizado a partir de 1968”, junto al aniquilamiento de los sistemas socialistas en 1989 (a la caída del Muro de Berlín), seguido de la superación de los Estados Nacionales por medio de la Unión Europea, como “lugares del primado de lo político por encima de lo económico”.
En segundo lugar: el capital es absoluto porque “ya está realizado”, en el sentido de que ha cumplido sus propias premisas y promesas, consiguiendo una completa autonomía respecto de los sujetos sociales, frente a los que ya no necesita recurrir a su mediación laboral. A todos los efectos, el capitalismo ha devenido en “el nuevo señor del mundo, perfectamente independiente y fin de sí mismo”, en expresión de Hegel inscrita en su “Fenomenología del espíritu”.
En consecuencia, “todo (lo que existe) deviene en mercancía y lo económico se alza como único manantial de sentido, en la forma de monoteísmo de mercado, llegando así a la llamada globalización, que a nivel simbólico significa la colonización de lo imaginario por parte de la forma-mercancía”.
Además, en ese mismo ensayo dice D. Fusaro que "el capital promueve el individualismo adquisitivo, queriendo desestructurar toda forma de comunidad que sea extraña al axioma hiperindividualista de lo útil. El sujeto capitalista es un yo abstracto y desestructurado, un caos de percepciones y deseos que lo reducen al actual “yo mínimo”, según lo define Christopher Lasch, el historiador y sociólogo especializado en la historia de la familia y de las mujeres, crítico de la sociedad terapéutica y del narcisismo contemporáneos...A propósito, leo: “entre los obstáculos que el capital apunta a derribar está, ante todo, la comunidad de los individuos solidarios que se relacionan según criterios externos al nexo del yo robinsoniano que entra en relación con el pobre Viernes de turno, con el único fin de maximizar el propio egoísmo rapaz y predatorio. El capital aspira, hoy más que nunca, a neutralizar toda comunidad todavía existente, reemplazándola con átomos aislados incapaces de hablar y de entender otra lengua que no sea aquella angloparlante de la economía de mercado”.../...”según una dinámica iniciada en 1968, la pulverización individualista de la sociedad transforma a los ciudadanos asociados en consumidores individualizados y unidos sólo por el credo consumista: de ello brota la sociedad individualizada de la que somos habitantes, atomizada en la pura serialidad de las máquinas deseantes diferenciadas únicamente por el poder adquisitivo que encierran sus bolsillos”.
La actual dinámica de universalización del individualismo adquisitivo, se sostiene, según D. Fusaro, sobre la inestabilidad/precariedad del trabajo y sobre la disgregación de las anteriores comunidades morales: las familiares, religiosas y estatales. Así, dice que “se explica, desde esta óptica, la función ultracapitalista de la incesante difamación a la que están sometidas la familia, la religión y el Estado, a cargo de la manipulación organizada de lo políticamente correcto”.
Y
es a partir de ahí donde el
joven filósofo se centra en su directo ataque al progresismo: “con
sus batallas contra la familia tradicional, las fuerzas llamadas
progresistas no han parado de trabajar
para el rey de Prusia,
favoreciendo
la dinámica misma del mercado y su lógica de desarrollo
antiburgués.
La familia actual, si es que todavía existe, es desordenada y
estratificada, carente de un núcleo y estructurada según las formas
más heteróclitas: desde embarazos a través de una persona externa
a la pareja, hasta las adopciones en las parejas homosexuales, desde
las separaciones siempre crecientes hasta la inseminación
artificial”.
Pues bien, comparto con Diego Fussaro su acertada definición del individualismo adquisitivo como dinámica globalizadora y que se sostenga gracias a la precariedad laboral y a la disgregación de la comunidad familiar, pero ahí se acaban todas mis coincidencias en su crítica al progresismo o reformismo en cualquiera de sus versiones, liberales o socialdemócratas. De momento, entra en contradicción consigo mismo al considerar a las posiciones progresistas como antiburguesas. Y no menos equívoca es su inclusión de las “comunidades” religiosas y estatales entre las atacadas y disgregadas por el progresismo. En el caso de las comunidades religiosas, el progresismo que generalmente es agnóstico y/o ateo, muy al contrario, no duda en exhibir su tolerancia con las religiones, a sabiendas de que es el propio mercado quien por sí mismo se encarga de disolver toda forma de comunidad religiosa. Y respecto de las supuestas “comunidades” estatales o nacionales, Diego Fussaro dispara a las nubes cuando le atribuye a los progresistas-reformistas, tanto liberales como socialdemócratas, voluntad de disgregar comunidades que no lo son, como las nacionales, todas creadas por agregación forzosa de poblaciones, siempre por voluntad de las élites propietarias y gobernantes que en cada época han controlado el sistema de dominación que históricamente es todo Estado.
Emplazo a comprobarlo: cómo gobiernos ultraliberales, como los de Milei en Argentina o de Trump en EEUU, si llegan a reducir el aparato Estado es para abaratarlo, en todo excepto en su parte sustancial: las Fuerzas del Orden integradas por policías y militares.
Así que no solo trabaja para el rey de Prusia el progresismo liberal o socialdemócrata, también lo hacen quienes le otorgan al Estado una imposible condición comunitaria, de “comunidad nacional". Ésto, que a mi me parece tan obvio, incluso a las izquierdas protoestatales las sitúa en una permanente e irresoluble contradicción, que más que teórica, empieza a ser patológica después de tantos milenios de historia y dominación estatal, hasta llegar a los modernos estados nacional/capitalistas surgidos con la revolución burguesa del siglo XVIII.
Es ilusorio y carece de todo fundamento ético, como teórico y empírico, cualquier pronunciamiento “anticapitalista” y/o a favor de una “sociedad sin clases”, que pretenda ser compatible con la existencia del Estado (de cualquier forma de Estado), cuya esencia solo puede ser jerárquica y clasista por tanto.
De ahí que el milenario éxito de la dominación estatal tenga más apoyos de los que necesita, lo que explica que a día de hoy TODAVÍA la mayoría de las sociedades humanas, de modo consciente o no, sigan trabajando para el rey de Prusia...o no sepan para quien vendimian. Y que en la histórica confrontación que libramos por la emancipación humana, los reformismos o progresismos de todo pelaje vayan quedando reducidos a la irrelevancia, como corresponde a su merecida categoría de “enemigo a la medida”.
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