El incuestionable respeto a la Ley es uno de los memes que el sistema de dominación inocula e impone a través de sus aparatos de amaestramiento -el trabajo asalariado, la educación, los medios de comunicación- y un amplio etcétera gestionado por múltiples ministerios y respaldados por una inmensa infraestructura estatal -cultural, legal, financiera y militar-, que establece el carácter inmutable y cuasi sagrado del respeto a la Ley (estatal), no soportando resquicio alguno en que la vida humana pudiera escapar a su poder normativo. Forma parte sustancial del pensamiento único, desprecia cualquier cuestionamiento crítico, dedica toda su potencia a crear “la opinión pública” como estado de sumisión interiorizada, individual y colectiva, constituyente de las modernas sociedades domesticadas; combate la más mínima disidencia, las más de las veces lo hace por la fuerza y en su modo más sofisticado y efectivo lo hace por subversión de las ideas y del lenguaje...hasta lograr -con éxito- su producto-mercancía preferida, el individuo/ciudadano medio, un ser irresponsable y sumiso que ve civilización donde sólo hay barbarie legalizada, institucionalizada. De ahí, de esa perversión programada nace el religioso poder de la idea de democracia (representativa) como sublime representación (teatral), un acto esencialmente irresponsable por el que individuos y comunidades delegan su libertad y autonomía; y, aún peor, un acto rutinario que subvierte el “sentido común”, convertido éste en idea totalitaria que identifica Ley con Bien Común y, por ende, con Estado y Democracia...y hasta con nuestra propia conveniencia.
Vivimos momentos en que esta certidumbre se nos muestra concreta y burdamente a todas horas. Ahora mismo con ocasión de la “crisis catalana”, que tapa artificial y oportunamente (en vísperas electorales), la visión de la crisis de fondo y original que emerge a pesar del ruido y el lodo que enturbian hoy nuestra capacidad de comprensión. Por eso me parecía oportuno referirme aquí a una relectura reciente de David Thoreau, el pensador puritano y trascendentalista, considerado de culto por los naturalistas de todo el mundo, situado entre los primeros activistas del anarquismo individualista, que fuera encarcelado al negarse a pagar impuestos en coherencia con su oposición a las leyes estatales que instituían la esclavitud en los Estados Unidos y declaraban la guerra contra México.
Baste reflexionar sobre la historia imaginable de un mundo en que las leyes no hubieran sido desobedecidas y cambiadas constantemente, donde no existiera ese impulso permanente de mejora, de evolución perfectiva, esa necesidad ontológica de rebelión ante la barbarie del conservadurismo a ultranza que considera e impone la inmutabilidad de la Ley, la necesidad de resistencia ante la imposición “legal” del deber de sumisión, ante el poder de las élites que dictan e imponen la Ley valiéndose de su poder político y económico, determinados a diseñar el mundo en razón de su propia conveniencia.
Recientemente, por la editorial Errata Nauturae ha sido publicada en España una Antología de los ensayos políticos de Thoreau; para animar al ejercicio de esta reflexión, traigo aquí un extracto del libro que corresponde a su ensayo sobre “La barbarie de los estados civilizados”, no sin tener en cuenta que en la primera mitad del siglo XIX Thoreau no podía conocer, como nosotros hoy, la realidad de los estados modernos y el inmenso poder que han concentrado al fundirse con el sistema financiero global.
“La barbarie de los estados civilizados”
“La justicia de la reivindicación de una nación para que se la considere civilizada parece depender, principalmente, del grado en que el Arte ha triunfado sobre la Naturaleza. La cultura, implícita en el término «Civilización», es la influencia que el Arte, y no la Naturaleza, ejerce en el hombre. Éste mezcla su propia voluntad con las esencias inalteradas que lo rodean y se convierte, a su vez, en la criatura de sus propias creaciones.
El fin de la vida es la educación. Una educación es buena o mala según la disposición o estado mental que induce. Si tiende a abrazar y desarrollar el sentimiento espiritual, a recordarle continuamente al hombre su misteriosa relación con lo divino y la Naturaleza y a exaltarlo por encima del trabajo duro y penoso de este mundo prosaico, es bueno. Creo que la civilización no sólo no cumple esta premisa, sino que es directamente contraria a ella. El hombre civilizado es el esclavo de la materia. El arte pavimenta la tierra, no sea que se manche las suelas de los zapatos; construye paredes, de modo que no ve el cielo; año sí, año no, el sol sale en vano para él, la lluvia cae y el viento sopla, pero no le llegan. Desde su tipi de ladrillo y mortero, alaba a su Creador por el agradable calor de un sol que nunca ve o por la fertilidad de una tierra que pisa con desprecio. ¿Quién dice que ésto no es una pantomima?
Basta ya de las influencias del Arte. Nuestros toscos antepasados tenían visiones abiertas y amplias de las cosas, rara vez estrechas o parciales. Se entregaban por completo a la Naturaleza: contemplarla era parte de su alimento diario. Ella era formidable, como sus ideas. No se puede convencer al habitante de una montaña de que utilice un microscopio; está acostumbrado a abarcar imperios de un solo vistazo. La naturaleza está continuamente ejerciendo una influencia moral sobre el hombre, se acomoda a su alma, de ahí que las ideas de este último sean tan gigantescas como sus montañas.
Podemos ver un ejemplo de ésto si desviamos la mirada hacia los baluartes de la libertad: Escocia, Suiza y Gales. ¿Puede el Arte idear algo más formidable que los Alpes? ¿Hay algo más sublime que el trueno entre las montañas?
El salvaje es amplio de miras; su mirada, como la del poeta: va alternativamente de los cielos a la tierra y de la tierra a los cielos (*). Se adentra así en el futuro y deambula con tanta familiaridad por la tierra de los espíritus como el hombre civilizado por su parcela arbolada o por sus jardines de esparcimiento. Su vida es poesía hecha realidad, una epopeya perfecta: la tierra entera es su terreno de caza, vive veranos e inviernos, el sol es su reloj y él se dirige hacia su salida o su puesta, hacia la morada del invierno o hacia la tierra de donde procede el verano. Nunca se detiene a escuchar el trueno, pero éste le recuerda al Gran Espíritu: es su voz. Para él, la centella no es tan terrible como sublime, el arcoíris no es tan bello como maravilloso, el sol no es tan cálido como glorioso.
El salvaje muere y es enterrado, duerme con sus ancestros y en pocos inviernos su polvo vuelve al polvo y su cuerpo se mezcla con los elementos. El hombre civilizado no puede dormir ni en su tumba. Ni siquiera allí tienen descanso los agotados ni el malvado deja de perturbar. Con el martilleo de la piedra y el chirriar de los pernos, los propios gusanos se sienten casi engañados. El Arte erige su monumento, el conocimiento contribuye a su epitafio y el interés añade el Carey fecit (**caparazón) como freno conveniente a las emociones sobrenaturales que, de otra manera, una lectura atenta sugeriría.
Una nación puede ser tremendamente civilizada y, aun así, adolecer de falta de sabiduría. La sabiduría es el resultado de la educación, y la educación, al ser el producto, o el desarrollo, de lo que hay dentro de un hombre, por contacto con el No Yo, está más segura en manos de la Naturaleza que del Arte.
El salvaje puede llegar a ser sabio, y suele serlo. Nuestro indio es más hombre que el habitante de una ciudad. Él vive como un hombre, piensa como un hombre y muere como un hombre. El ciudadano, por su parte, está más instruido, pero la Instrucción es la criatura del Arte y no resulta esencial para el hombre perfecto: la Instrucción no provee Educación alguna. Un hombre puede dedicar sus días al estudio de una única especie de animálculo, invisible a simple vista, y así convertirse en el fundador de una nueva rama de la ciencia, sin haber aportado nada al propósito fundamental por el que le fue concedida la vida.
El naturalista, el químico o el físico no es más hombre por todo el conocimiento que alberga. La vida sigue siendo tan corta como siempre, la muerte igual de inevitable y los cielos igual de lejanos”.
(*) Cita de William Shakespeare, en “El sueño de una noche de verano”, acto V, escena 1.
(**) Según mi libre interptretación.
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