Este invierno se nos está
haciendo muy largo. Sabemos que pronto se acabará, que la primavera está al
caer con su promesa de energía renovada…Sí, qué le voy a hacer, soy un
optimista irreductible que ha elegido serlo contra todo pronóstico, incluso
contra toda evidencia y, aunque parezca contradictorio, lo soy por pura
racionalidad, para no negarme a la vida. Conste que no todos los optimistas
somos iguales y que, al menos, yo conozco tres tipos: a) los que ignoran en qué
mundo viven y están satisfechos por razón de su ignorancia; b) los que entienden
el mundo como una cancha para la competencia y están satisfechos por sentirse
entre los ganadores; c) los que siendo considerados perdedores por los
anteriores, saben que su derrota es colectiva y transitoria, porque conocen el
funcionamiento de este mundo. Yo, que he decidido no renunciar al deseo de otro
mundo mejor, me incluyo entre los últimos, los voluntariamente solidarios y necesariamente
optimistas.
Volviendo a la excesiva largura
de este invierno, hago cuenta de mi propia situación y de la de mis convecinos del
territorio rural en el que vivo. Y ahondando en las urgencias cotidianas,
aquellas que a la postre determinan la vida, observo que entre éstas hay dos
muy principales, que son la leña y el internet; y que, por efecto de la Crisis,
se han convertido en necesidades primarias
y que, asociadas, no puedo evitar interpretarlas como metáfora del tiempo y del
lugar en el que vivo, el tiempo de la Crisis, el lugar de una aldea en ruinas,
de un paisaje rural y global
absolutamente degradado, la geografía descriptiva de la crisis ¿final? del
capitalismo.
Suponiendo resuelta la necesidad
de abrigo y vivienda, la Crisis nos situó a muchos vecinos en la indigencia, un
estado que nos obliga a elegir entre un obligado repertorio de escaseces, casi todas
de naturaleza energética. Se trata de consumir lo mínimo en comer, de renunciar
a la calefacción, de recuperar el uso de la leña para resistir al invierno, de aislarnos
en nuestras casas para no consumir una energía que necesitamos todos los días
para desplazarnos de casa al trabajo, lo que nos permitirá seguir pagando la
casa en la que vivimos, el coche en el que nos desplazamos, el alimento imprescindible, el combustible necesario
para ir al monte a recoger leña y la factura de nuestra conexión a internet.
Quienes, como yo, vinimos a vivir
a un pequeño pueblo dejando atrás la vida urbana, no lo hicimos por razones de
prosperidad económica, como les ocurrió a quienes por entonces tuvieron que
hacer el camino contrario. En buena medida, lo hicimos atraídos por un sueño de
comunidad, un sueño que portábamos desde nuestras ciudades de origen en el
equipaje de nuestra memoria personal y colectiva, un sueño que esperábamos hacer realidad en la nueva
vida rural.
Pues bien, la recuperación del
uso de la leña para calentarnos en invierno nos remite de nuevo a ese sueño
original, a la utopía de la comunidad que hoy sentimos perdida. Porque hoy hemos
vuelto a recoger leña individual y furtivamente. Porque hoy se ha perdido en el
medio rural esa última práctica de aprovechamiento comunitario. Bien porque la
gente mayor que habita los pueblos no puede hacer ese trabajo, bien porque la
mayoría no tenemos tractores, animales de tiro y remolques donde transportar la
leña desde el monte a nuestra casa, porque los que aquí quedamos ya no somos
campesinos.
Pero nos queda el espejismo de la
internet, la promesa de superar nuestro aislamiento, formando parte de una
comunidad, global en este caso. Pero en cuanto superamos el deslumbramiento
tecnológico que nos produce su funcionamiento, vemos nuestra participación como
algo virtual, como un sucedáneo de la
realidad, un tratamiento omeopático y comercial a la postre, contra el
aislamiento, en un intento de suplir a la comunidad real, la presencial,
sistemáticamente destruida, la comunidad que debiera suceder en el
tiempo y en el espacio real, el del territorio perdido, concreto y común,
el que compartimos con nuestros vecinos.
Y entonces comienzo a ver las
redes sociales como el espacio global que rompe nuestra percepción del tiempo y
el espacio, como la prolongación permenente del ritual consumista al que nos
hemos habituado en los grandes hipermercados, donde todo tipo de mercancías se nos
presentan como accesibles, en un
simulacro de comunidad virtual y global, que sólo al llegar a caja nos devuelve
a la realidad y nos clasifica, para que en la soledad del aparcamiento y de
nuestras vidas, no olvidemos nuestra categoría de ciudadanos-clientes.
Por eso soy optimista, por encima
de la crisis y del largo invierno. Porque he decidido serlo, porque no me
resigno a aceptar la imposición de una realidad que niega la autonomía de las
personas y las comunidades, que nos ordena en clases dominantes y subordinadas,
en una realidad que no deseo para mí ni
para nadie. No hay predestinación, ley divina, natural o científica, no hay
poder supremo que valga...alguien ha decidido por nosotros y ha construido esta
nefasta realidad y no otra. Con razón mucho más poderosa, la mayoría
subordinada puede rebelarse y construir una
realidad distinta y mejor. Yo lo he decidido; y por eso soy optimista: prefiero
compartir la leña y el internet
en comunidad, con mis vecinos y en igualdad, o sea, en Democracia.
3 comentarios:
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Hola Fernando!
Yo me apunto al optimismo d) de ganadores colectivos, en las multitudes inteligentes que voy descubriendo en el fantástico libro del Manifiesto Crown (¡gracias por el aviso!), en un mundo cada vez más abundante (aunque algunos se queden estancados en esa satisfacción ficticia o competitiva).
Me uno a tu intención optimista de co-crear estas nuevas realidades de abundancia humana y fraterna en la colaboración. Pues como nos decía Juliana Luisa (http://pildoras-para-pensar.blogspot.com.es/) el viernes pasado en un debate que tuvimos sobre cibercultura en el banco del tiempo de Palencia, solo ahora estamos empezando a ser humanos, y que debemos distinguir entre este mundo de masas y el mundo de multitudes inteligentes (y su versión de internet de masas e internet de comunidades inteligentes). Abrazos!
Gracias, Nacho, por tu comentario. Efectivamente, creo que el Manifiesto Crowd es muy interesante porque nos proporciona algunas pistas sobre la corriente en la que yo lo sitúo, la biopolítica, que intenta buscar una salida a la crisis sistémica sin cuestionar los fundamentos ni la estructura del sistema, lo que a mí me parece imposible y poco deseable.Mi optimismo busca otros caminos, pero el encuentro siempre es posible y creativo, además de bueno en sí mismo.Un abrazo.
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