No
somos iguales, unos somos altos, otros bajos, unos tienen buena salud y otros
no, unos tienen un cuerpo agraciado y otros no, unos son inteligentes y otros
lo son menos. Esto es inevitable y quienes tienen mejores ventajas pueden estar
satisfechos. Pero imaginaros que todos fuéramos realmente iguales en lo
público, en todo aquello que tenemos en común y que afecta a nuestras
relaciones sociales, las que son públicas, más allá de la esfera de lo personal,
de lo íntimo y privado. En ese estado, a nadie le correspondería tener más
poder que otro, si bien, es verdad que cuando se dispone de ventajas naturales
previas, la capacidad de intervenir en lo público se ve aumentada. Razón de más
para el equilibrio, para la igualdad. De no ser así, estaríamos en un estado de
permanente conflicto, de lucha permanente por el alimento y la supervivencia, estaríamos
en un estado muy parecido al que existe en el orden natural, en la selva, es
decir, en lo que ahora estamos.
Imaginemos que a esas ventajas naturales previas le sumamos ventajas añadidas, como la
propiedad de bienes en virtud de una transmisión hereditaria, lo que vendría a incrementar
mucho más el desequilibrio natural de partida; si tal herencia consistiera en
bienes personales, fruto del trabajo personal, no habría nada que objetar y para
quien la recibiera sería una ventaja natural más, del mismo orden que las ventajas
físicas anteriormente citadas. Pero imaginemos ahora que la herencia proviniera de la
apropiación de bienes comunes, de bienes que por su naturaleza no pueden
pertenecer a nadie en particular, sino a todos los seres humanos, como sería el
caso de la Tierra y de todos sus recursos naturales, los que dan sustento a la
vida; o como sería el caso del conocimiento humano, acumulado con el saber de
generación tras generación. Si así fuera, estaríamos hablando de abuso de poder
y podríamos decir que en esa situación hay quien juega con “las cartas
marcadas” y, por tanto, podríamos afirmar que estamos participando en
un juego que tiene trampa.
Pues
exactamente eso es lo que pasa, esa es la trampa a la que llamamos Estado.
El Estado no es una construcción de la sociedad, es el Estado quien crea esa
ficción a la que denominamos “la nación”, una supuesta sociedad con un supuesto
interés común superior, en la que unos juegan con las cartas marcadas,
protegidos por la fuerza de las leyes y las armas. Ante la evidencia de la
trampa, desde hace dos siglos, desde que el poder se fundamenta en la
acumulación de capital -sin perder por ello el monopolio de las leyes y la violencia- el nuevo Estado capitalista
crea un artilugio denominado “democracia parlamentaria o representativa”, que
algún día será recordado por la humanidad como el artilugio hiperreal por excelencia.
Analizamos
la consistencia de tal artilugio y vemos que su esencia es la misma que la del
Estado anterior, el precapitalista, vemos que sigue teniendo en sus manos la
baraja del juego en el que todos participamos, una baraja con las cartas
previamente marcadas, como siempre; pero desde hace dos siglos para acá, ha introducido notables
cambios: a la ficción de una inexistente sociedad con intereses comunes -la
nación- viene a añadir otra inteligente ficción, de máxima utilidad para los
intereses de quienes controlan la baraja, lo llaman democracia (gobierno del
pueblo) y, presuntamente, es un derecho a participar igualitariamente en los
asuntos que son públicos. Las cartas siguen marcadas, pero todos podemos participar
en ese juego, es fácil, basta con depositar periódicamente una papeleta en una
urna. La vieja trampa ahora ya no parece tan evidente, se ha institucionalizado
gracias al acuerdo tácito con sus propias víctimas, aquellos que junto a su
papeleta de votación depositan su fe en un imposible: en la limpieza de un juego
que tiene las cartas marcadas. Así es como el estatus del poder concentrado se
mantiene, se reproduce y se perpetúa. La trampa está perfectamente camuflada, ¡el
Estado es democrático!
Pasado
el tiempo del asombro, podemos pensar en ir colocando este artilugio del poder
como el mejor ejemplo para ilustrar la hiperrealidad, eso que la ciencia psiquiátrica define como la incapacidad de la conciencia para
distinguir la realidad de la fantasía, eso que tan bien caracteriza a nuestra
cultura posmoderna y tecnológicamente avanzada. Junto con la democracia
representativa, la pornografía sería otro buen ejemplo: un consumidor de
pornografía vive en un mundo irreal creado para él y aunque no sea un retrato
fiel de lo que es el sexo, para este consumidor la "verdad" de lo que
realmente es el sexo carece de relevancia. Pues eso es lo que pasa en esta era
de lo obsceno, lo que pasa con el Estado y con sus artilugios, con la nación y con
la democracia representativa: que son una representación fabricada por los intermediarios…y,
sobre todo, que en este juego quien pone la baraja juega con las cartas
marcadas.
Epílogo: como experto de la hiperrealidad,
dice Jean Baudrillard que el
simulacro no es lo que oculta la verdad, que el simulacro es lo real…¡y tanto!,
por eso, al igual que JB pienso que nuestra sociedad de consumo no se fundamenta en la adquisición de objetos,
sino de signos, es decir, en la adquisición de aquello que los objetos
representan, como el prestigio, la opulencia o la pertenencia a un grupo o clase
social.
1 comentario:
Hola nanin, excelente artículo. En otro orden de cosas (o no tanto jaja) estoy leyendo Cartas Marcadas de A. Dolina (por será que me atrajo el título de la entrada), es un libro que recomiendo mucho. Un abrazo
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