“En
el ser humano hay una parte oscura y tenebrosa que hace imposible el cambio a
una sociedad mejor”…ésto lo dicen a todas horas mucha gente que se considera a
sí misma como de izquierdas. A mí me parece que ese pensamiento es la clave de
bóveda que sostiene la arquitectura del sistema dominante. Esa religiosa
creencia en el infinito poder del mal que nos constituye como humanos es, entre otras, la primera de las que impiden la evolución de la sociedad humana en un
sentido positivo. Es una fe que justifica los pecados del Poder y que castiga
la inocencia de sus víctimas. Es una fe que proclama sin vergüenza: “en su
lugar, nosotros haríamos lo mismo, es la condición humana”. De tal modo que, definitivamente,
nos creemos malos, oscuros y tenebrosos… Perfecto, el Poder puede dormir
tranquilo.
Esa
idea es la más clara expresión de la derrota asumida y, por tanto, anticipada. Lo
peor es que, a mayores, es también la madre atómica de todas las bombas, la más
potente, la que más directamente nos conduce al garete cósmico.
Esa
idea es bipartidista, ampliamente compartida por capitalistas de derechas y de
izquierdas. La única diferencia reside en el grado de adaptación. Unos, los
mejor adaptados, lo viven de forma natural, mientras que los otros lo viven con
ético desasosiego, que en nada compromete a esa coincidencia básica de ambas
partes, en la que sospecho que se encuentra la explicación de la derrota.
Me
atrevo a afirmar que esa coincidencia fundamental constituye también la verdadera
mayoría política, el inmenso bloque inmovilista que impide el cambio hacia una
sociedad más justa, el que ha logrado institucionalizar la lucha de clases como
motor de la historia, estático y eficiente, en constante reproducción de
capital y poder, en constante proceso de acumulación y concentración. Mientras
ésto suceda, el oscuro y tenebroso Mal
tiene ganada su batalla básica, la cultural, que no deja de ser política, la que
irremisiblemente nos conducirá a la
utopía capitalista, o sea, a ninguna parte.
Apenas
conocemos intelectuales políticamente comprometidos. Son una exígua minoría, andan
mayormente concentrados en investigaciones sobre la termodinámica, el
darwinismo antropológico y la búsqueda de la paz interior. Pero ¿es que el conocimiento científico, el arte o
la literatura necesariamente impiden una mirada abierta al mundo, es que hacen imposible la práctica del más elemental racionalismo
democrático, acaso resultan incompatibles con un mínimo compromiso político? ¿Qué
parte de nuestra individualidad nos impide ver la realidad social de la que
somos parte inseparable y consecuente, qué urgencias personales, qué
complacencias y complicidades son las
que nos llevan a abstenernos de las urgencias colectivas, visiblemente desbordadas de irracionalidad, de explotación y miseria?
¿Qué
ilusión óptica nos infunde la fe en el Estado, cuál es la ceguera que nos
impide ver las similitudes entre los magnates financieros de Wall Street y los
burócratas del partido comunista de la
China?
Paralelamente,
en los suburbios postmodernos de la historia, por sus ruinosos y descampados solares,
vagabundea la última resistencia cultural, libertaria y comunitaria. Una harapienta
tropa anarquista, desorganizada y debilitada, empeñada en rescatar a Marx de los marxistas y de la biblia capitalista.
Viéndolos,
nadie diría que nuestro futuro dependa de ellos.
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