martes, 29 de mayo de 2012

LA DERROTA ANTICIPADA



“En el ser humano hay una parte oscura y tenebrosa que hace imposible el cambio a una sociedad mejor”…ésto lo dicen a todas horas mucha gente que se considera a sí misma como de izquierdas. A mí me parece que ese pensamiento es la clave de bóveda que sostiene la arquitectura del sistema dominante. Esa religiosa creencia en el infinito poder del mal  que nos constituye como humanos  es, entre otras, la primera de las que impiden  la evolución de la sociedad humana en un sentido positivo. Es una fe que justifica los pecados del Poder y que castiga la inocencia de sus víctimas. Es una fe que proclama sin vergüenza: “en su lugar, nosotros haríamos lo mismo, es la condición humana”. De tal modo que, definitivamente, nos creemos malos, oscuros y tenebrosos… Perfecto, el Poder puede dormir tranquilo.
Esa idea es la más clara expresión de la derrota asumida y, por tanto, anticipada. Lo peor es que, a mayores, es también la madre atómica de todas las bombas, la más potente, la que más directamente nos conduce al garete cósmico.
Esa idea es bipartidista, ampliamente compartida por capitalistas de derechas y de izquierdas. La única diferencia reside en el grado de adaptación. Unos, los mejor adaptados, lo viven de forma natural, mientras que los otros lo viven con ético desasosiego, que en nada compromete a esa coincidencia básica de ambas partes, en la que sospecho que se encuentra la explicación de la derrota.  

Me atrevo a afirmar que esa coincidencia fundamental constituye también la verdadera mayoría política, el inmenso bloque inmovilista que impide el cambio hacia una sociedad más justa, el que ha logrado institucionalizar la lucha de clases como motor de la historia, estático y eficiente, en constante reproducción de capital y poder, en constante proceso de acumulación y concentración. Mientras ésto suceda, el  oscuro y tenebroso Mal tiene ganada su batalla básica, la cultural, que no deja de ser política, la que irremisiblemente nos conducirá  a la utopía capitalista, o sea, a ninguna parte.

Apenas conocemos intelectuales políticamente comprometidos. Son una exígua minoría, andan mayormente concentrados en investigaciones sobre la termodinámica, el darwinismo antropológico y la búsqueda de la paz interior. Pero  ¿es que el conocimiento científico, el arte o la literatura necesariamente impiden una mirada abierta al mundo, es que hacen imposible  la práctica del más elemental racionalismo democrático, acaso resultan incompatibles con un mínimo compromiso político? ¿Qué parte de nuestra individualidad nos impide ver la realidad social de la que somos parte inseparable y consecuente, qué urgencias personales, qué complacencias y complicidades  son las que nos llevan a abstenernos de las urgencias colectivas, visiblemente desbordadas  de irracionalidad, de explotación y miseria?
¿Qué ilusión óptica nos infunde la fe en el Estado, cuál es la ceguera que nos impide ver las similitudes entre los magnates financieros de Wall Street y los burócratas del  partido comunista de la China?

Paralelamente, en los suburbios postmodernos de la historia, por sus ruinosos y descampados solares, vagabundea la última resistencia cultural, libertaria y comunitaria. Una harapienta tropa anarquista, desorganizada y debilitada,  empeñada en rescatar a Marx de los marxistas y de la biblia capitalista.
Viéndolos, nadie diría que nuestro futuro dependa de ellos.

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