Uno de los dibujos invisibles de Gervasio Troche
Pisanubes (*)
es un término que utilizamos por aquí para referirnos a la gente
que va de alternativa por la vida, obnubilada y ensimismada en su
propio ensoñamiento ideológico, armada con la certeza
de que el resto del mundo capitalista
no sabe de qué va la cosa,
porque están atrapados en su triste
realidad cotidiana, comido
el coco por la cultura
dominante, pero que en
cuanto despierten acabarán
ascendiendo a su idílico mundo etéreo, donde reina
la concordia y la alegría y donde ellos, los pisanubes,
les esperan con los brazos abiertos. No son solo esos patéticos
tardohippies reconocibles
por su estética “paz,
amor y el plus pal salón”, la tropa es mucho más amplia e
incluye, por ejemplo, a los nacionalistas independentistas, cuyo
programa político consiste en ir contra el Estado para crear otro
Estado, que será infinitamente
mejor solo por ser su
Estado.
Incluye también
a todos
los urbanitas neoconversos,
aquejados de furor hiperforestal
e hiperhortelano,
convencidos de que el mundo se arregla llenándolo
de árboles y yéndonos
todos a vivir al campo, uno a uno o
en grupitos fraternales,
hasta que llegue un momento en que todo el orbe sea mundo campesino,
dedicado al trueque de
zanahorias ecológicas,
gozando
de una vida plenamente sana
y natural.
Son también esa
pléyade de
tribus multiculturales,
ciudadanas del mundo,
pobladas por cándidos
conspiranoicos y por
gaseosos espiritualistas de variado pelaje,
mezcolanza de brutos
patriotas cuarteleros, fundamentalistas religiosos y
pacíficos practicantes
del
yoga, del feng shui,
del poliamor y
de todo lo que sea amor propio,
masturbatorio y
libre de impuestos; también
por animalistas,
veganistas y otros cultivadores de todo tipo de disciplinas de
autorrealización
personal, guiados
por económicos tochos de autoayuda y por brillantes asesores
espirituales, antes curas
o vendedores de crecepelo y
ahora llamados coachings. Y
me quedo corto, porque son muchos más, ya
que el catálogo de
pisanubes sigue creciendo
exponencialmente.
Confieso
que el título que he puesto a este artículo es intencionadamente
desacertado. Porque los
pisanubes carecen de estrategia, pero
es que creen
tenerla, solo que el mundo no lo sabe, ni
falta que hace, porque
ellas y ellos
piensan
que la mejor estrategia es
su propio
ejemplo, el de sus virtudes
personales y colectivas, que
acabarán
prendiendo en la mentalidad de las masas y transformando este feo
mundo. En
conjunto, son el antisistema ligth, como la mantequilla “verde”
del sistema. Se
sienten antisistema porque el
sistema los saca poco
por la tele. Los que más suerte tienen son los ecologistas, que
gracias a Greta Thumberg salen con
cierta frecuencia y no solo
cuando el Pirulí recuerda anualmente el legado de Félix Rodríguez de la
Fuente. Pero todos tienen
bastante razón, su distopía feliz vende poco últimamente y
menos aún desde
que empezara la interminable
pandemia coronovírica.
Ahora lo que más se vende
son las distopías
globalistas y colapsistas,
no hay más que ver los catálogos de Netflix y Amazon Prime. Y
por algo será.
Coincido
con Layla Martínez (con toda probabilidad, nadie de los que ésto
lean sabrán quien es Layla): el
neoliberalismo es profundamente antiutópico, ni siquiera defiende
las utopías capitalistas; lo
dice
Layla hablando de su libro Utopía
no es una isla (**),
dice
que
“todos
los discursos sobre el futuro parten de la idea de que éste
será
peor que el presente. El discurso hegemónico por supuesto, pero también los
contrahegemónicos. Cuando daba charlas y talleres sobre la historia
del futuro y la evolución de la ciencia ficción durante el siglo
XX, una de las cosas que preguntaba a los asistentes era cómo veían
su ciudad dentro de cincuenta años. Di los talleres en muchos
sitios, desde asociaciones de ciencia ficción a universidades o
centros sociales autogestionados y la respuesta era siempre la misma:
deterioro de las condiciones laborales, pérdida de derechos, aumento
de la crisis ecológica, capitalismo de megacorporaciones, tecnología
mejorada pero aplicada al control social…me
respondían eso incluso militantes de la izquierda radical, que en
teoría se supone que deberían creer que lo que hacen puede conducir
a otra sociedad. Y pensé que ahí había algo importante. Por
supuesto no he sido la única, ni la primera, que lo ha pensado, pero
creí que merecía la pena investigarlo”.
En
efecto, las
distopías reflejan nuestras ansiedades actuales
y
nuestra
sociedad contemporánea se ha vuelto descreída respecto al futuro,
ha dejado de creer
que esté ligado al progreso y que
vaya
a ser necesariamente mejor. A
propósito de la
pérdida de la
fe en el progreso, dice Layla que Fredric Jameson (***), como otros teóricos de la posmodernidad, la sitúan precisamente en sus inicios, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en los que tienen lugar algunos hechos históricos que convergen, pero que, sin duda, el más significativo es el ascenso al poder del proyecto liberal en su versión neo, con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. El capitalismo previo,
el de
posguerra, sí
fue utópico, con
sus casitas
adosadas
en las
barrios del extrarradio
y
sus
espectaculares
centros
comerciales.
El
neoliberalismo no disimula, como hace la socialdemocracia con su
estado de bienestar; no
exhibe ningún
proyecto colectivo, ni siquiera de tipo capitalista, solo ofrece
un
presente contínuo,
a
lo sumo aliviado por la tecnología.
Lo
que ahora vemos es que cuando se imagina el futuro, se escriben, sobre
todo, guiones distópicos que ponen en mutua y contradictoria
relación a la realidad con la ficción, un batiburrillo de agónicas aventuras
rellenas de esperanzas
y miedos colectivos, como
si los
guionistas
quisieran
provocar en el espectador un presentimiento, como
preparación para una
profecía
autocumplida.
La
utopía proletarista pensaba
un
mundo económicamente
justo,
basado en una naturaleza ilimitada, pensaba
que
la
utopía sucedería
tras una lucha de clases generalizada,
que
serviría para que las masas asalariadas nos
apropiáramos de la producción capitalista,
con
lo que
el
desarrollo económico sería
igualmente
infinito,
en alianza con la ciencia y la tecnología,
sin
que
se llegara
siquiera a
vislumbrar
la idea de un posible colapso. En
la actualidad, los restos de esa utopía, básicamente
ecosocialistas, se conforman con organizar los escasos recursos que
quedan, para gestionar “éticamente” un colapso que ya dan por
seguro. Y hasta nos dicen que el propio colapso es una gran
oportunidad de “progreso”.
Resulta
que la crisis
ecológica es
sólo una parte, no
menor,
del paquete, que
no va
a provocar un colapso de un día para otro, tal
como nos enseñan en las
series y películas de
ciencia-ficción,
la sociedad no se va a derrumbar un día concreto en
el que unas masas zombis nos lancemos a
saquear bancos
y supermercados.
Lo
que tenemos
por delante
es un deterioro continuo y progresivo, que
ya
estamos experimentando
con el avance de la actual pandemia.
No
comparto, sin embargo, la creencia de Layla en que la buena noticia
sea
que “estamos a tiempo de evitar las peores consecuencias de ese
deterioro”, a tiempo de echar el freno y detener ese avance
mediante
“un
esfuerzo enorme, que
supone
derribar el capitalismo en un plazo de tiempo muy corto y
que
también nos permite imaginar sociedades mucho más justas y una vida
mucho más digna”. Se
lía
cuando piensa que la idea de colapso es negativa
políticamente porque nos condena a gestionar ruinas y porque
extiende la
idea, muy paralizante, de
que
“si no se puede hacer nada, dado
que
el colapso es inevitable, ¿para qué voy a intentarlo?”. Ella
cree
que políticamente
es mucho
más útil la
esperanza que el miedo,
porque el
miedo paraliza mientras que con
esperanza,
al menos será
más fácil que
nos movilicemos.
Esto,
ni de coña lo esperes, Layla, no
estamos a tiempo de
evitar el colapso si pensamos que éste es sólo ecológico, y
la esperanza no
es
suficiente, no lo es ponerse a esperar que sucedan, al mismo tiempo, el
colapso ecológico
del capitalismo y
una ilusoria movilización global de las
masas
esperanzadas. No
tengo yo tan clara la utilidad política de la esperanza. Pienso que
mucho mejor es una buena estrategia integral y
no solo ecológica. Esto ya lo vende el propio sistema, ¿qué son,
si no, la “Agenda 2030” y el “New
Green
Deal”
o
Pacto Verde?
De
mi experiencia como agente de desarrollo rural tirando a “alternativo”,
aprendí
mucho de la estrategia del
“sistema", que con más inteligencia
estratégica que nosotros (ahora lo veo), no solo nos copiaba, sino
que, además, nos
montaba
enfrente
una
oficina paralela de desarrollo rural...¡increíble, el sistema
copiando a la oposición!, ¿pero
cómo
iban a ir en contra de los principios y objetivos de desarrollo en
territorios tan depauperados y victimizados como los rurales? No,
la declaración de principios y objetivos es lo de menos, siempre son
eso, nada más que declaraciones que se
pueden cambiar o justificar. Lo
realmente importante es la operativa, la estrategia. Y eso lo
bordaron y lo siguen bordando. El asco que nos produce la política
al uso, nos lleva a prescindir de la dimensión política de lo
“alternativo”, a
confundir
el activismo con la operativa estratégica.
Ya
no
se
me ocurrirá más eso de predicar
a favor de luchar a cuerpo descubierto y expuesto a la intemperie.
Hace
mucho que dejé de pensar que el avance de la revolución era
proporcional al número de seguidores en Youtube o al de las ostias repartidas por la poli en las manifestaciones. No
pienso para nada en la utilidad política de la esperanza, ahora
estoy a favor de montarles algo más que un pollo: un “estado” paralelo y enfrente de
cada consistorio estatal; se trata de sobrepasarlos con
un ayuntamiento comunal-asambleario, local, sí, pero a partir de un pacto global y unilateral por el que declaramos a la tierra y al conocimiento humano como bienes comunales universales. Eso, utopía operativa: sin esperanza, con estrategia.
Pero éste es tema para otro día... que
lo tengo que pensar algo más.
Notas:
(*) Un tipo especial de pisanubes es el twitero ocurrente, por ejemplo: "Camino
en círculos, no me sigas. Liberté, Egalité, Fraternité, Piqué.
Lunes noche, los tuiteros comienzan a resucitar. ¿No
hay nada en la tele que no me joda la digestion? Todo el mundo al
suelo, tengo un lunes y sé como usarlo. Dame siesta y llámame
tonto. Ahora que mi insomnio duerme, voy a aprovechar a meterle mano. Mi plan consiste en dejar que mi trabajo se acumule hasta que
sea una torre lo suficientemente grande para
que
se derrumbe sola. Perdéis el tiempo buscando el truco o la
explicación a todo, en lugar de simplemente creer y disfrutar de lo
mágico".
(**) Utopia
no es una isla es el título del libro editado por Episkaia en noviembre de
2020. Su autora, Laia Martínez, lo es también del ensayo “Gestación
subrogada” (Pepitas de calabaza, 2019), así como de relatos y artículos
que se han publicado en diversas antologías, como Estío. “Once
relatos de ficción climática“ (Episkaia, 2018). Ha traducido
ensayo y novela para diferentes sellos editoriales y escribe sobre
música en El Salto y sobre series y televisión en La Última Hora.
Desde 2014 codirige la editorial independiente Antipersona.
(***)
Fredric
Jameson es
un crítico y teórico literario norteamericano, de ideología
marxista, que define el postmodernismo como claudicación de la
cultura ante la presión del capitalismo organizado, pensamiento que
recoge en su “Teoría de la postmodernidad”.