Si uno se mete en el actual
debate económico sin tener los principios bien claros, la confusión está
garantizada. El debate nos llevará por derroteros técnico-financieros
aparentemente difíciles y complejos, que se harán progresivamente obtusos e incomprensibles a medida que intentemos
profundizar en ellos. En realidad, es de lo que se trata. Los argumentos económicos son planteados con esa apariencia de dificultad y
complejidad -y lo más alejadamente posible de las cuestiones de principio-,
porque “no estamos para teorías, y menos para utopías”, porque “ésto de la
crisis es urgente y de naturaleza eminentemente práctica”. Y así anda toda una
sociedad, secuestrada por esta lógica del discurso dominante, con obligada sujeción
a oscuras, poderosas e incuestionables fuerzas
externas (la Comisión
europea, los mercados, los inversores, la pareja Angela Merkel-Nicolás Sarkocy, las
agencias de evaluación financiera…) y otros honorables fantasmas, que nos cuelan machaconamente en los medios de
comunicación, para que los vayamos metabolizando adecuadamente.
Pues bien, el Gobierno no ha terminado de
rematar las cuestiones de la reforma laboral y de las pensiones, cuando nos desayunamos con su posreforma
del sistema financiero patrio, que era muy
bueno hace nada y que ahora parece que está al borde del desastre por
culpa de las Cajas de Ahorro, por lo que han sido anunciadas medidas
drásticas para privatizar estas entidades,
inyectándolas más dinero público y/o
conviertiéndolas en bancos.