martes, 8 de febrero de 2022

ECONOMIA NEGACIONISTA

 

Me apresuro a añadir que la innovación y la expansión no son un fin en sí mismas. La única razón para este ajetreo es un mayor placer de vivir (Nicholas Georgescu-Roegen)

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Para la mayoría de los economistas de última generación, el nombre de Nicholas Georgescu-Roegen les dirá más bien poco. El pasado año 2021 se cumpl el cincuenta aniversario de la publicación de su principal obra, La ley de la entropía y el proceso económico, un libro en el que el autor analiza el proceso económico desde el punto de vista de la segunda ley de la termodinámica, esto es, como un proceso que articula mecanismos que llevan a productos y materiales de baja entropía a otros de alta entropía, como los residuos. La obra, que cabalga entre la economía y la física, supuso un importante hito en la construcción de la denominada economía ecológica, y hasta el reconocido Paul Samuelson, premio nobel de economía sólo un año después, declaró que “pocos economistas podrán sentirse cómodos tras haber leído este libro”.

Destinado a realizar una enmienda a la totalidad a la ciencia económica, el libro fue completamente ignorando por sus colegas de profesión, salvo algún aislado comentario elogioso. Su mensaje es la toma en consideración de los procesos físicos que acompañan al crecimiento económico: a mayor crecimiento, mayor entropía generada y menos recursos con baja entropía para ser utilizados en el futuro. Georgescu-Roegen realizó una revisión en profundidad de la naturaleza científica de la economía, vinculando sus principios a las ciencias “duras”, como la física, la química o la biología. De esta manera, su aportación es considerada una pieza fundamental para entender la economía ecológica, corriente que ha tenido un recorrido mucho más fecundo en el ámbito de la ecología que en el de la economía. Ni su especialización matemática, ni el rigor cuantitativo de su aproximación, evitó su marginación en el debate económico. El carácter académico de su obra quedó definitivamente dañado cuando en 1981 un joven propagandista proveniente de la revolución contracultural norteamericana “ejecutó” una vulgarización de su pensamiento en uno de sus primeros best seller: “Entropía, una nueva visión del mundo”. Este propagandista era Jeremy Rifkin, el ideólogo de la “Tercera Revolución Industrial”, inspirador y asesor de las políticas que a día de hoy nos son presentadas por la Unión Europea y el Foro Económico Mundial en un “paquete”, el de la Gran Transición Energética y el Green New Deal o Pacto Verde “para combatir el Cambio Climático”, junto a la Agenda 2030 adoptada en 2015 por la Asamblea General de la ONU para el Desarrollo Sostenible, presentado como plan de acción “a favor de las personas, el planeta y la prosperidad, para fortalecer la paz universal y el acceso a la justicia”. Esta nueva estrategia está destinada a regir los programas de desarrollo mundiales durante los próximos años y al adoptarla los Estados se comprometieron a movilizar los medios necesarios para su implementación mediante alianzas centradas especialmente en las necesidades “de los más pobres y vulnerables”.

Pues bien, tras estas declaraciones de buenas intenciones y de sus bonitas palabras, hay quienes percibimos realidades bien distintas y contradictorias (eso sí, bien envueltas), que los hechos ya están desvelando, por encima de la aceleración introducida en medio de una pandemia que está siendo aprovechada para justificar la oportunidad de los grandes cambios anunciados.

La pugna geopolítica que hoy vemos desplegarse en conflictos energéticos, a resolver mediante diplomacia armada, no debieran distraernos del cambio radical que han experimentado las estrategias de los dos capitalismos salientes de la Segunda Guerra Mundial, cuando ambos modelos han evolucionado desde entonces hasta confluir en un modelo único, que se iniciara a partir de la descomposición de la URSS y cuyo referente es hoy el híbrido modelo de la República Popular de China, en camino de convertirse, si no lo es ya, en la primera potencia económica del mundo y líder indiscutible de la tercera revolución industrial. La única revolución hoy en marcha es de signo inequívocamente capitalista. No ver que el capitalismo conocido por las presentes generaciones ha llegado a su límite y que está virando radicalmente en esa nueva dirección a la que apunta todo ese “paquete” de la Transición Energética, del Pacto Verde y de la Agenda 2030, no verlo supone una sublime distracción, que resulta perfectamente funcional a las estrategias desplegadas por este neocapitalismo verde y revolucionario”. Esta economía es negacionista de la Entropía. Incluso me atrevo a afirmar que la ecuación entrópica de esta economía neocapitalista no cuadra” si no es también transhumanista y eugenista.

 

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Un estudio de la revista Nature reveló que, por primera vez en la historia, en 2020 la masa de lo fabricado por la humanidad superó en peso a la masa de los seres vivos. Por esta razón, algunos científicos sugieren que hemos entrado en el antropoceno, una nueva era geológica marcada por el impacto de la especie humana en la Naturaleza. El concepto "antropoceno" —del griego anthropos, que significa humano, y kainos, que significa nuevo— fue popularizado en el año 2000 por el químico neerlandés Paul Crutzen, Premio Nobel de química en 1995: “Estaba en una conferencia y alguien dijo algo sobre el holoceno. De repente, pensé que ese término era incorrecto. El mundo había cambiado demasiado. No, dije, estamos en el Antropoceno”.

Solo la masa de plásticos existente en el planeta ya duplica la masa de todos los animales terrestres y acuáticos. Y la masa antropogénica (edificios, coches, ropa, botellas, electrodomésticos, muebles, etc.), en 1900 era de 35 gigatones, es decir, el 3 % de su peso actual. Desde entonces, este tipo de masa se ha duplicado hasta alcanzar en la actualidad un incremento anual de 30 gigatones, lo que equivale a una producción, cada semana, de una masa antropogénica equivalente al peso de cada individuo humano.

Es más que sorprendente que por el paradigma científco dominante el Antropoceno sea atribuido, de forma genérica e indiscriminada, a los efectos negativos del excesivo consumo humano de recursos naturales, mientras que la ley de la Entropía concebida por Nicholas Georgescu-Roegen es consideradapoco científica” precisamente por su perspectiva humana o antrópica. Sin duda que ello es debido a un interés extracientífico, que más tiene que ver con el beneficio capitalista que con una auténtica ciencia económica. 

 

Las propuestas metodológicas aportadas por Nicholas Georgescu-Roegen en su obra La ley de la Entropía y el proceso económico” suponen una seria ruptura epistemológica respecto de la “ciencia normal” que han venido haciendo los economistas. Suponen una concluyente aportación a la filosofía y la historia de la ciencia aplicada a la economía, ayudan a comprender y relativizar los fundamentos de la ciencia económica establecida y, sobre todo, replantean la posibilidad de gestionar los problemas ecológicos de nuestro tiempo trascendiendo el universo del valor en el que permanecía estancada la economía desde Adam Smith, ampliando su objeto hacia otros campos del conocimiento y, especialmente, hacia esa “economía de la física” que es la termodinámica. Lo que Nicholas Georgescu propone es un auténtico “cambio de paradigma” al impugnar no solo la “función de utilidad” de la teoría económica dominante, sino también la propia “función de producción” generalmente asumida por los economistas, que la situaban a salvo de toda crítica.

Sin disponer del conocimiento económico especializado y sin manejar el argot académico-científico, como es mi caso, resulta difícil comprender (y más aún explicar) una ley como la de la Entropía, ausente del curriculum escolar y que, en el mejor de los casos, acaba siendo definida mediante una simplificación excesiva, algo así como: “el universo se desmenuza y tiende al desorden y el caos, aunque se conserve la energía”. Pero se evita por todos los medios explicar sus consecuencias en la economía y especialmente en el sistema económico capitalista, precisamente fundamentado en la producción de alta entropía.

La mente humana puede comprender con claridad un fenómeno físico únicamente si puede representarlo por medio de un modelo mecánico, por lo que no es sorprendente que desde que apareciera en escena la termodinámica, los físicos dirigiesen sus esfuerzos a reducir los fenómenos calóricos a locomoción, con resultado de una nueva termodinámica conocida por el nombre de “mecánica estadística”. En un intento de explicar el significado del término, se han utilizado analogías, como el barajar de naipes o el batido de huevos. Mediante una analogía más llamativa, se ha comparado el proceso entrópico con la total devastación de una biblioteca por una turba desenfrenada, nada se destruye (Primera Ley de la Termodinámica), pero todo se dispersa a los cuatro vientos. En consecuencia, de acuerdo con la nueva interpretación, la degradación del universo es incluso más extensa que la contemplada por la termodinámica clásica: abarca no solamente la energía sino también las estructuras materiales. Los físicos, cuando lo expresan en términos no técnicos, dicen: en la Naturaleza, hay una tendencia constante a que el orden se convierta en desorden.

Por tanto, el desorden aumenta continuamente, el universo tiende así al caos y dentro de este marco teórico, es natural que la Entropía tenga que volverse a definir como medición del grado de desorden. Ahora bien, el desorden es un concepto muy relativo, si no totalmente inexacto: algo se encuentra en desorden sólo con respecto a algún propósito: un montón de libros, por ejemplo, puede estar en perfecto orden para los vendedores de una librería, pero no para el departamento de catalogación de una biblioteca. La idea de desorden surge en nuestras mentes cada vez que encontramos un orden que no satisface el propósito específico que tenemos en ese momento.


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Un aspecto de la agitada historia de la termodinámica parece haber pasado totalmente desapercibido, se trata del hecho de que la termodinámica nació gracias a un cambio revolucionario sobrevenido en el panorama científico a comienzos del pasado siglo XIX,. Fue en esa época cuando los hombres de ciencia dejaron de preocuparse casi exclusivamente por las cuestiones celestes y prestaron también su atención a algunos problemas terrenales. Los puristas sostienen que la termodinámica no constituye un capítulo legítimo de la Física, dicen que debe acatar el dogma de que las leyes de la Naturaleza son independientes de la propia esencia humana, mientras que la termodinámica tiene un regusto a antropomorfismo, lo que es incuestionable, mientras que la idea de que los humanos podamos pensar la Naturaleza en términos no antropomórficos es una insuperable contradicción.

La afinidad entre economía y termodinámica es más profunda de lo que pueda parecer a primera vista. Si el objetivo primario de la actividad económica es la conservación y reproducción de la especie humana, ésto exige la satisfacción de algunas necesidades básicas que, en cualquier caso, se encuentran sujetas a evolución. El bienestar casi fabuloso, sin hablar del lujo extravagante, alcanzado por muchas sociedades pasadas y presentes, nos ha llevado a olvidar el hecho más elemental de la vida económica, que entre todas las cosas necesarias para la vida únicamente las puramente biológicas son absolutamente indispensables para la supervivencia. Los pobres no han podido olvidarlo y como la vida biológica se alimenta de baja entropía, nos encontramos con la primera indicación importante de la relación existente entre baja entropía y valor económico. Esta cuestión está relacionada con la jerarquía de necesidades: actualmente, lo que se encuentra siempre en el foco de atención de un individuo medio contemporáneo no es lo vitalmente más importante, antes bien, se trata precisamente de las necesidades menos urgentes. Una observación casual demuestra que toda nuestra vida económica se alimenta de baja entropía, es decir, de telas, madera, porcelana, cobre, etc., todas las cuales son estructurás extraordinariamente ordenadas. Este descubrimiento no debería sorprendernos, porque es la consecuencia natural del hecho de que la termodinámica se desarrollara a partir de un problema económico y, por lo tanto, no pudo evitar definir el orden de forma que se pudiese distinguir entre, pongamos por caso, un trozo de cobre electrolítico —que nos es útil— y las mismas moléculas de cobre cuando se encuentran esparcidas de tal modo que no nos resultan de utilidad alguna. Podemos tomar entonces como hecho que la baja entropía es una condición necesaria para que una cosa sea útil.

La utilidad en sí misma no es aceptada como causa de valor económico, ni siquiera por los economistas refinados que no confunden el valor económico con el precio. Es la termodinámica la que explica por qué las cosas que son útiles tienen también un valor económico, que no ha de confundirse con el precio. Así, por ejemplo, la tierra, aún cuando no se pueda consumir, deriva su valor económico del hecho cierto de que constituye la única red con la que podemos captar la forma de baja entropía más vital para nosotros. Otras cosas son escasas en un sentido que no es aplicable a la tierra, primero porque la cantidad de baja entropía decrece, y segundo porque no podemos utilizar más que una sola vez una cantidad dada de baja entropía.

Los pueblos de las estepas asiáticas no se habrían visto obligados a embarcarse en la Gran Migración por el agotamiento de los elementos fertilizantes en los pastizales. Historiadores y antropólogos podrían ofrecer otros ejemplos de la relación entre entropía y emigración. La termodinámica clásica explica por qué no podemos utilizar dos veces la misma cantidad de energía libre, valga como ejemplo el carbón, que se convierte en cenizas en sentido que va del pasado hacia el futuro, según la flecha del tiempo que explicara Ilya Prigogine.

La popular máxima económica “no se puede conseguir nada a cambio de nada” debería reemplazarse por “no se puede conseguir nada si no es a un coste mayor en términos de baja entropía”. Esto es lo que no son capaces de entender los economistas que son negacionistas de la directa relación existente entre economía y entropía. La mayoría de los economistas no han prestado atención a la ley de la Entropía, que entre todas las leyes físicas, es la más económica. La literatura sobre el desarrollo económico demuestra que la mayoría de los economistas profesa una creencia que equivale a pensar que el proceso económico puede proseguir, incluso crecer, sin estar continuamente alimentado con baja entropía, lo que es evidente tanto en las propuestas de política económica como en los trabajos analíticos, pues únicamente tal creencia puede llevar a la negación del fenómeno de la superpoblación, a la reciente moda de que la simple educación de las masas es un curalotodo o a argumentar que todo lo que un país ha de hacer para estimular su economía es trasladar su actividad económica a líneas más productivas. No puede uno por menos de preguntarse entonces por qué España se toma la molestia de formar trabajadores especializados sólo para exportarlos a otros países de Europa Occidental.

Un claro síntoma de tal desenfoque es la práctica general consistente en representar el lado material del proceso económico a través de un sistema cerrado, es decir, de un modelo matemático en el que se ignora por completo la continua entrada de baja entropía del entorno. Pero incluso este síntoma de la economía moderna estuvo precedido por otro mucho más habitual: la noción de que el proceso económico es totalmente circular. Términos como flujo circular se han acuñado con el fin de adaptar la jerga económica a este punto de vista. No se necesita más que hojear un manual corriente para encontrarse el diagrama típico con el que se trata de inculcar en la mente del estudiante la circularidad del proceso económico. La epistemología mecanicista a la que se ha aferrado la economía analítica desde su mismo origen, es la única responsable de la concepción del proceso económico como sistema cerrado o como flujo circular. Ninguna otra concepción podría quedar más lejos de una interpretación correcta de los hechos; aunque se tomase en consideración la faceta física del proceso económico, este proceso no es circular sino unidireccional, porque el proceso económico consiste en una transformación continua de baja entropía en alta entropía, es decir, en desecho, en contaminación.

Desde un punto de vista puramente físico, el proceso económico es entrópico: no crea ni consume materia o energía, sino que solamente trasforma la baja entropía en alta entropía. Pero si el conjunto del proceso físico del entorno material es igualmente entrópico. ¿qué distingue entonces el primer proceso del segundo? Las diferencias son dos, ambas fáciles de establecer. Primera: el proceso entrópico del entorno material es automático, en el sentido de que prosigue por sí mismo aún sin intervención humana. Segunda: el proceso económico, por el contrario, depende de la actividad de los seres humanos que seleccionan y dirigen la baja entropía del entorno. Mientras que en el entorno material no hay más que reorganización, en el proceso económico hay también una actividad humana seleccionadora.

Por consiguiente, en la producción de más alta entropía, es decir, en la producción de desechos, el proceso económico es más eficiente que la reordenación automática, lo que nos lleva a preguntarnos ¿cuál podría ser, entonces, la razón de ser del proceso económico?, sin que hallemos otra respuesta que “la verdadera solución del proceso económico no es un flujo de salida de desechos, sino el placer de vivir”. Aquí esta la diferencia entre este proceso y el avance entrópico del entorno material. Sin reconocer este hecho, sin introducir el concepto de placer de vivir en nuestro bagage analítico, no estaremos en el mundo económico real, ni podremos descubrir la verdadera fuente de valor económico, que no es sino el valor que la vida tiene para cada individuo portador de vida.

No podemos llegar a una descripción inteligible del proceso económico mientras nos limitemos a conceptos puramente físicos. Sin los conceptos de actividad intencional y placer de vivir no podemos concebir la economía en modo humano. La baja entropía es una condición necesaria para que una cosa tenga valor, pero no es condición suficiente. La relación entre valor económico y baja entropía es del mismo tipo que la que existe entre precio y valor económico, aunque nada podría tener precio sin tener valor económico. Las cosas pueden tener valor económico y, sin embargo, no tener precio. A efectos de establecer un paralelismo, basta mencionar el caso de las setas venenosas que, a pesar de contener baja entropía, no tienen valor económico. Ciertamente, el proceso económico es entrópico en cada una de sus fibras, pero las sendas por las que discurre se trazan en virtud de la categoría de utilidad para la especie humana y, por consiguiente, sería completamente erróneo igualar el proceso económico a un vasto sistema termodinámico, pretendiendo que pueda ser descrito por ecuaciones basadas en las de la termodinámica, que no permitan establecer discriminación alguna entre el valor económico de una seta comestible y el de una venenosa. El valor económico distingue entre el calor producido por la combustión de carbón, o de gas, o de madera, en una chimenea. No afecta a la tesis fundamental: la esencia básica del proceso económico es entrópica y la Ley de la Entropía rige en grado sumo este proceso y su evolución.

Si tuviéramos que establecer el balance del valor sobre la base de estas entradas y salidas, llegaríamos a la conclusión absurda de que el valor del flujo de baja entropía, del que depende el mantenimiento de la propia vida, es igual al valor del flujo de desechos, esto es, igual a cero. La aparente paradoja se esfuma si reconocemos el hecho de que el verdadero “producto” del proceso económico no es un flujo material sino un flujo psíquico, es el placer de vivir de cada uno de los miembros de la población y es este flujo psíquico el que constituye la noción de renta en el análisis económico.

Otro hecho elemental es que el placer de vivir depende de tres factores, dos favorables y uno desfavorable. El placer diario de vivir se ve aumentado por un incremento en el flujo de bienes de consumo que se pueden consumir diariamente, así como por un tiempo de ocio más prolongado. Por otra parte, el placer de vivir disminuye si se han de trabajar más horas o en una tarea más exigente. Una cuestión que actualmente requiere un énfasis especial es la de que el efecto negativo del trabajo sobre el placer diario de vivir no consiste solamente en una disminución del ocio: realizar un esfuerzo manual o mental disminuye ciertamente el ocio.

Todo lo que directa o indirectamente ayuda al placer de vivir pertenece a la categoría de valor económico y es preciso recordar que esta categoría no tiene una medida en el estricto sentido del término, ni es idéntica a la noción de precio, porque éste es solamente un reflejo localista de los valores. Depende, en primer lugar, de que los objetos en cuestión puedan o no ser “poseídos”, en el sentido de que su uso pueda serle negado a algunos miembros de la colectividad. La irradiación solar es el más valioso elemento para la vida y, sin embargo, no puede tener precio alguno debido a que su uso no puede controlarse como no sea a través del control de la tierra.

La concepción de la renta de Marx está basada en el conocido principio de que nada puede tener valor si no es debido al trabajo humano. Marx tiene razón si tomamos el caso del primer martillo de piedra producido a partir de alguna piedra cogida del lecho de un arroyo: ese martillo de piedra fue producido solamente por el trabajo en base a algo fácilmente ofrecido por la Naturaleza; pero lo que Marx pasaba por alto es que el siguiente martillo de piedra se produjo con ayuda del primero, en realidad a una tasa de reproducción mayor que 1:1.

En el enfoque de un empresario, los salarios son parte de los costes de producción, pero en el placer de vivir de un obrero no representan una contrapartida de coste. A diferencia de lo que sucede en una economía desarrollada, en los países superpoblados la mayor parte del ocio es no deseado y en esta situación se viene abajo la argumentación de la demanda de reserva, por motivos relacionados entre sí, como bien explica Nicholas Georgescu-Roegen con este ejemplo: si un campesino no tiene ningún uso alternativo para los huevos con los que, contra su voluntad, se ve obligado a regresar del mercado, no podemos hablar de una demanda de reserva en sentido estricto; y, en segundo lugar, una abundancia excesiva de huevos puede hacer que el precio de los mismos se reduzca casi a cero. Ahora bien, la misma ley no es aplicable al trabajo, porque los salarios no pueden caer por debajo de cierto mínimo, ni siquiera aunque exista un abundante exceso de oferta de trabajo, ni aunque en muchos sectores se use el trabajo hasta el punto en que su productividad marginal sea cero. Por consiguiente, en la pseudomedida del bienestar de cualquier país en el que el ocio no es deseado, a ese ocio ha de atribuirse sencillamente un precio nulo.

El hecho de que el proceso económico consista en una transformación continua e irreversible, de baja en alta entropía, tiene algunas consecuencias importantes que debieran ser evidentes para quien desee descender, aunque sea por un momento, desde las más altas esferas, de los modelos de desarrollo crecentistas al nivel de los hechos obvios y elementales. Es un lugar común que los humanos tengamos que satisfacer primero nuestras necesidades biológicas antes de dedicar tiempo y energía a producir mercancías que satisfagan necesidades secundarias e incluso superfluas. Sin embargo, parece que ignoramos e incluso negamos con demasiada frecuencia la prioridad que la producción de alimentos debe tener sobre la producción de otros bienes de consumo. El hecho cierto es que fuimos homo agrícola antes de convertirnos en homo faber, que durante miles de años la agricultura fue “madre y nodriza” de todas las demás artes, que todas las primitivas innovaciones técnicas procedieron de la agricultura. La agricultura fue, y sigue siendo, la nodriza de todas las demás artes por la sencilla razón de que, si la agricultura no hubiese sido capaz de desarrollarse por sí misma al nivel en que podía alimentar tanto a los que labraban el suelo como a los dedicados a otras actividades, la humanidad seguiría viviendo todavía en estado salvaje.

Así pues, todas las economías avanzadas escalaron a lo alto de su actual desarrollo económico sobre la amplia base de una agricultura desarrollada. Si bien es cierto que en la actualidad unos pocos países pueden encontrar una exclusiva fuente de desarrollo en los recursos minerales (caso de algunos países petroleros), ésto sucede sólo porque sus recursos pueden usarse ahora por las economías ya desarrolladas. Como resultado de la moderna creencia de los economistas en que la industrialización es una panacea, todo país económicamente subdesarrollado aspira a convertirse en industrializado hasta los dientes, sin pararse a considerar si posee o no los necesarios recursos de la Naturaleza dentro de su propio territorio. Cuando esta cuestión es tratada en los organismos planificadores de países conocidos por sus escasos recursos naturales, se recurre invariablemente al caso de Japón como justificación de sus planes de construir incluso una industria pesada.

Ahora bien, si idealmente hubiese capacidad de poner en práctica, de la noche a la mañana, los planes económicos a largo plazo de cualquier país del mundo, seguro de que al día siguiente descubriríamos que habíamos estado planificando una inmensa capacidad productiva industrial que deberá permanecer en gran medida ociosa, como consecuencia de los insuficientes recursos minerales. A medida que estos planes se realicen gradualmente en un futuro próximo, la capacidad productiva industrial se volverá en contra. Tarde o temprano, será preciso introducir cierta coordinación de todos los planes para evitar una duplicación derrochadora. Tendremos que abandonar también muchas de las ideas a las que nos aferramos actualmente en cuestiones de desarrollo económico y sustituirlas por una más amplia perspectiva de lo que significa el desarrollo económico en términos de transformación entrópica.

 

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La historia económica de la humanidad no deja duda alguna acerca de esta lucha entrópica. Sin embargo, esta lucha se encuentra sometida a ciertas leyes, algunas de las cuales se derivan de las propiedades físicas de la materia y otras de la propia esencia humana de nuestra especie. Para nuestra comprensión solamente cuenta una imagen integrada de esas leyes físicas y económicas.

Si los economistas llegaran a comprender que la energía libre no puede usarse más que una vez, nos habrían presentado una imagen clara del límite de los recursos naturales disponibles en la Tierra y, por tanto, de la dimensión real de la lucha de la humanidad por su existencia. La conclusión es mucho más firme que la alcanzada por economistas estadísticos, como William Stanley Jevons, en el caso del carbón: incluso con una población constante y con un flujo constante per cápita de recursos mineros extraidos, la dote de la humanidad se agotará en última instancia si la carrera de la especie humana no finaliza antes debido a otros factores. Por la misma razón, podemos disculpar a Jevons por otra de sus afirmaciones: “por mucho que se la explote, una granja sometida al cultivo adecuado continuará rindiendo siempre una cosecha constante”. En una mina no hay reproducción, una vez explotado al máximo, el mineral empezará pronto a fallar y a descender hacia cero. Curiosamente, la misma idea, incluso en una forma más firme, sigue gozando todavía de gran popularidad, no sólo entre los economistas sino también entre los agrónomos: debidamente utilizadas y merced a su poder de reproducción, pueden las plantas de la tierra suministrarnos indefinidamente alimentos, madera y los restantes productos naturales que necesitamos”. Actualmente sí disponemos de conocimiento ya no es justificable la ignorancia, ni la dificultad en desentrañar las diferencias fundamentales que existen entre agricultura y minería como bases del proceso económico.

 

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¿Seguiremos confiando en un hipotético milagro tecnológico que revierta la degradación entrópica del planeta?, ¿o es, quizá, una opción esperar a una oportuna corrección por intervención divina?, ¿es que nadie ha mirado la Tierra y se ha dado cuenta de que nos hemos quedado solos en la tarea de cuidar la vida, que no existe nadie, ninguna otra especie capaz de asumir la responsabilidad de retrasar la entropía, de corregir el plano inclinado por el que nos deslizamos rápidamente hacia el agotamiento de los recursos naturales, de los que depende la reproducción de la vida de nuestra propia especie?

Quienes pensamos una economía comunal, no sólo la justificamos por razón de justicia o democracia, también lo hacemos con fundamento profundamente ecológico y entrópico. Siendo, como pensamos, la Tierra y el Conocimiento humano bienes comunales universales, debiendo por ello estar al margen de los mercados, ¿qué sentido tendría un sistema de producción como el capitalista, fundado en una intrínseca necesidad de explotar el trabajo humano, de expansión y acumulación de excedentes?, ¿qué sentido un derecho de apropiación privada basado en un intercambio de mercancías necesariamente especulativo, qué sentido si el trabajo es comunitario, si su finalidad es social y equitativa, es contar con un seguro de responsabilidad civil en el manejo ecológico de la tierra y el conocimiento, un proceso productivo intrínsecamente sostenible, interesado en la máxima durabilidad de los recursos naturales a fin de asegurar una continuada disponibilidad y utilidad, para la comunidad y para cada uno de los individuos que la integran?

Solo una economía comunal puede hacer recaer en la comunidad y en cada individuo la responsabilidad en el uso de la Tierra y el Conocimiento. Y aún así, no será suficiente a futuro, si no es una economía radicalmente ecológica y política en sentido tan científico como democrático. A diferencia de la democracia capitalista, la democracia comunal integra la economía, con lo que ésta deja de estar separada de lo político, que en democracia comunal tiene obligada forma de autogobierno, definitivamente liberado de la dictadura “científica” de una economía negacionista, que, a mayores de otras interesadas ignorancias, niega la ley de la Entropía contra toda evidencia empírica que pudiera llevar a pensar que toda ciencia sólo es respetable si considera como hipótesis la satisfacción de las necesidades humanas y el placer de vivir que dijera Nicholas Georgescu-Roegen hace 50 años.


viernes, 4 de febrero de 2022

A CONTRATIEMPO, RODOLFO WALSH

 

De vez en cuando me gusta visitar "Contratiempo", la revista argentina que desde hace dos décadas dirige Zenda Liendivit, la prolífica arquitecta y escritora uruguaya. Me gusta, porque encuentro de vez en cuando verdaderas perlas literarias; y me gusta porque hay en sus contenidos como un deje de nostalgia cultural, de una Europa que ya no existe y que probablemente nunca existió, de no ser en el imaginario bohemio de esos escritores de la América que habla castellano pero a la que Madrid le gusta menos que París o Berlín. 

En esta ocasión he descubierto a Rodolfo Walsh, uno de esos escritores de oficio vital, amarrado a la máquina de escribir tanto como a las contradicciones de su propia experiencia vital. De esos que no encuentran separación entre escribir y vivir, esos que saben que ficción y vida van necesariamente unidas. Gracias a Contratiempo me asomo a su escritura a través de un libro especial, “Ese hombre”, editado tras la muerte del escritor, que recoge apuntes de su diario, anotaciones de esas que los escritores hacen como bocetos, pero que traslucen a veces, como en el caso de Rodolfo Walsh, sus miserias, como la grandeza de un oficio, el de escribir, tomado en serio y con todas sus consecuencias. "Este libro, que reúne sus papeles personales, seguirá ocupando un lugar central para todos aquellos interesados en los derroteros de la conciencia de un escritor cuya complejísima obra todavía hoy nos llama y nos conmueve", así lo presentan. Dejo aquí algunos breves extractos de ese libro, precedidos de una reseña sobre este escritor de raza, de la que es autor César G. Calero, “Rodolfo Walsh, la pluma y la pistola”:

 

"Hay un fusilado que vive", escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez. El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían. Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonces en una minuciosa investigación sobre los fusilamientos perpetrados durante la sublevación del general Valle en junio de 1956. El resultado fue Operación Masacre, obra de culto del periodismo de denuncia. Veinte años después de su publicación, Walsh se convertiría en objetivo prioritario del régimen cívico-militar que tomó el poder a la brava en 1976. Oficial primero de la organización armada Montoneros, bajo los alias de Esteban y Neurus, el escritor había evolucionado políticamente con los años y estaba decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias su compromiso con la lucha revolucionaria. Cuando cayó en una emboscada de un «grupo de tareas» de la dictadura, en marzo de 1977, llevaba un maletín donde horas antes había guardado para su distribución varias copias de su testamento literario, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Llevaba también, ajustado a la ingle, un revólver que usaría antes de ser acribillado en una esquina de Buenos Aires.

Ese hombre y otros papeles personales”, Ediciones La Flor. Daniel Link Buenos Aires, 2007


La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con un muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. En la hipópesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

Me llamo Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podría pronunciarse como dos yambos aliterados (unidad métrica compuesta por una sílaba breve, sin acento, y una larga acentuada), y eso me gustó. Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.  Así, habría que leer Rodól Fowólsh.

De vuelta en la ciudad terrible, Montevideo, gatos y goteras. Mi última noche en la Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático. Su cuerpo era espléndido, largas piernas africanas y caderas hechas para moverse incansablemente. Solamente sus pechos eran algo blandos, las ( ), los pechos blandos. No hay putas como las de Habana, el último esplendor de un mundo que se cae. Casi todas son suaves y calladas y parecen comprender, son tristes pero saben sonreirse desde dentro. Por lo menos Ziomara sabía. Usan falsos nombres espléndidos, Ziomara, Estrella.../...(Pupé se ha sentado frente a mí, a través de la redonda mesa de vidrio, y cose, casi impidiéndome escribir con su presencia; pero tengo que hacerlo, el mundo en cierto modo es duro, yo lo sé)

Marimon transportaba muertos de Buenos Aires a las provincias para no pagar impuesto.

En Europa está de moda reunirse a jugar al póker en el aeropuerto. El que pierde se toma el primer avión que se anuncia.

Y simula estar vivo.

Un edificio sombrío, de piedra gris, con almenas, como una cárcel. Jardín, ventanas verdes, reja. Al lado una capilla nueva, de tejado rojo. Arriba un avión traza una R de humo en el cielo azul. Adentro ladra un perro. Mi hermana ha vivido aquí diez años. La calle es ancha, en la vereda de enfrente hay un cine. Muchos negocios.

Una salita de espera, cuadrada, piso de baldosas. Tres sillas y un sofá de madera. Una niñita de seis o siete años, horriblemente gorda, se para y se sienta, curiosa, se aburre; me mira a través del aro de su cartera, inflando los carrillos. En el sofá conversan dos mujeres feas, de anteojos, de edad indefinible. Una es gorda y blanca; la otra morena, con eczema. Ropas grises, beige, negras.

Si en otros mundos hay algas,

Hay jarras; si hay jarras,

Hay casas de remates; si hay

Casas de remates nada

Impide que yo esté en

Alguna de ellas.

Esa estupidez apenas persistente, con que las mujeres esperan algo, un tren, una lancha, un teléfono, hostilizan a los chicos con preguntas de insondable autoevidencia: preguntas sin respuesta porque son la pregunta y la respuesta de algo que de todos modos no interesa a ellas ni a nadie.

Un hombre con bombacha negra, bota de media caña, rastra de monedas, camisa blanca y chaleco y sombrero negro, como un gaucho de vodevil: pero cara de paisano verdadero, que subió en el Parque Urriza. Subió a una lancha, y eso debía ser lo que parecía incongruente, como un almanaque de Alpargatas Company del año 2000. Un juego repetido: que consistía en preguntarse qué serie de circunstancias podían conducirlo a estar sentado, llorando, a orillas de un muelle, con hambre y sin un peso.

Claroscuro del subibaja. El habla diaria está llena de trampas y agujeros. A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca. Para designar a los componentes de un mundo esencialmente ambiguo, ¿no habría que usar un idioma tan ambiguo como el mundo, palabras que aplicadas a cualquier realidad afirmaran de ella cosas opuestas? Estas palabras asumirían, por ejemplo, las formas lindofeo, malobueno, odioamor, dichas así, de un golpe, sin respirar y aguantando las consecuencias.                                                                                                                                  Un somero examen de los idiomas más antiguos, y aún de vestigios que quedan en los modernos, parece sugerir que al principio se hablaba así. La expresión china Yüanchin, que significa lejoscerca, fue, durante mucho tiempo, la única manera de establecer el paradero de cualquier cosa, si se exceptúa la posibilidad, nada desdeñable, de afirmar que estaba en el Tung-Hsi, como se nombraba conjuntamente al Este y al Oeste.

La identidad de los opuestos resplandecía en aquellos tiempos inocentes. Cualquiera conocía el inagotable sentido de la palabra Ch’angtuan, que significaba largocorto; del precioso adjetivo Kuei-chien, quería decir carobarato, y de ese verbo o sustantivo, delicado como un jade, Wang-chi, que declaraba el recuerdo del olvido y el olvido del recuerdo.

Más tarde, intervinieron los letrados. Observaron que esa manera de hablar y de pensar, aunque acorde con la íntima esencia de las cosas, conducía al estancamiento y quizá a la aniquilación de la vida, que para conseguir sus fines necesitaba de afirmaciones y negaciones cerradas, o sea, la mitad de cualquier verdad. ¿Cómo se iba a luchar, por ejemplo, contra un enemigo que era malobueno y que, bien mirado, también era un amigo? ¿Cómo separar lo propio de lo ajeno?, ¿cómo discutir el precio?, ¿cómo medir un privilegio? Así que, armados de grandes tijeras, empezaron a cortar en dos las viejas palabras y a llenar el mundo de mentiras útiles.

Cuba escribe. -¿Y qué? - le digo.                                                                                                          -Aquí – me dice- . Gozando de la historia.

El poeta no ha perdido su doble filo de ironía ni la sospecha algo melancólica de la vanidad de su oficio. Pero es difícil hoy en Cuba no burlarse de las viejas dudas, no poner entre las manos nobles y útiles de tu gente esas manos que sólo sabían escribir "me muero”.

Cuando nos vimos por última vez, siete años atrás, Playa Girón maduraba, la contraguerrilla florecía en las montañas de Escambray, el bloqueo más cruel que se haya impuesto a un país americano dislocaba la economía de la isla. Parecía improbable que semejantes presiones no acabaran por deformar ciertos aspectos de la revolución. En ese caso, ¿ qué iba a ser de su literatura?

Diciembre 31, 68. Situación. Terminar el año con el zapato izquierdo visiblemente roto, mil quinientos pesos en el bolsillo, incapacitado para hacer regalos y desganado para recibirlos; con mil cosas pendientes, postergadas o mal hechas; en un estado casi permanente de mal humor o de abulia. Es posible que haya “mejorado” algo. Que esa mejoría es lo que me pone de tan pésimo humor. La política se ha reimplantado violentamente en mi vida. Pero eso destruye en gran parte mi proyecto anterior, el ascético gozo de la creación literaria aislada; el status; la situación económica; la mayoría de los compromisos; muchas amistades, etc.

Es posible que, al fin, me convierta en un revolucionario. Pero eso tiene un comienzo muy poco noble, casi grosero. Es fácil trazar el proyecto de un arte agitativo, virulento, sin concesiones. Pero es duro llevarlo a cabo. Exige una capacidad de trabajo que todavía no poseo. Me refiero principalmente a métodos de trabajo. Hace años que vengo trabajando por eliminar cosas que formaban una “infraestructura” errónea, la bebida, el cigarrillo, los malos horarios, la pereza y las postergaciones consiguientes, la autolástima, el desorden, la falta de disciplina, la consiguiente falta de alegría y de confianza; todo eso ensamblado en una estructura mental que seguía siendo burguesa.

Este año sólo he progresado en dos cosas. No bebo, lo que ha mejorado mi salud o, por lo menos, compensado el “deterioro”. Empiezo a asimilar lo básico del marxismo, y mi “nivel de conciencia” es hoy bastante mayor. Estoy mucho más jugado. No aceptaría hoy incluir una cita de un bufón como Manucho en la contratapa de un libro (se refiere Rodolfo Walsh a la contratapa de la primera edición de su libro “Un kilo de oro”, editado en Buenos Aires, 1967), ni vacilaría en rechazar una beca en USA, etc. Me he pasado “casi” enteramente al campo del pueblo que, además -y de eso sí estoy convencido – me brinda las mejores posibilidades literarias. Quiero decir que prefiero toda la vida ser un Eduardo Gutiérrez y no un Groussac; un Arlt y no un Cortázar.

Pero decir estas cosas, escribirlas, me desalienta, me da sueño; eso significa que hay un duro núcleo de resistencia que rechaza todo ésto como una banalidad; que preferiría mantener la fachada inescrutable sobre mis verdaderas contradicciones; suspender el análisis y seguir proponiéndome al mundo como un figurón, ligeramente martirizado por las circunstancias.   

Me está faltando coraje.                                                                                                                         

Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo, pero no creo que vamos a ganar: en vida mía por lo menos. ¡En vida mía! Porque esa es la clave: lo que pase después no me importa mucho, y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún.