sábado, 27 de diciembre de 2014

ABANDONAR EL JUEGO DE ROL, VIVIR EN COMUNIDADES REALES


 «Realidad es aquello que no desaparece cuando dejamos de creer en ello». P.K. Dick



Los bienes naturales y del conocimiento son comunales en relación a la existencia de una comunidad y viceversa. Sabemos de sobra que no puede haber democracia mientras no haya comunidad ni bienes comunales. Lo sabemos pero no nos lo creemos, porque nuestras vidas transcurren ocupadas en un juego de rol, ensimismadas en el espectáculo de una representación que nos parece más convincente y atractiva que la realidad. ¿De qué nos sirve haber llegado al conocimiento de que la Tierra es redonda, si la habitamos como si fuera plana; de qué nos sirve haber llegado al conocimiento de la democracia, si renunciamos a ella cada vez que el Estado nos llama a votar, cada vez que esquivamos la realidad y nos decidimos por su representación, perpetuando así esta ficción, este juego de rol?


Realidad es que el comunismo soviético desapareció, en su forma estatal-capitalista, por su propia descomposición, no porque fuera derrotado por el capitalismo occidental. Realidad es que el capitalismo privado-occidental que le sobrevive está en el mismo camino de descomposición, no por sus crisis periódicas, sino por su propia naturaleza autodestructiva, porque la Tierra no deja de ser finita por mucho que nos empeñemos. Cuando cayó el muro de Berlín, el mundo vivió una euforia capitalista que llegó a identificar capitalismo con progreso y democracia. El capitalismo occidental se hizo global, universalizó su utopía ideológica, desarrollista y propietarista. Y la globalización subsiguiente encontró en internet su tecnología apropiada. Deslumbrados por la facilidad e inmediatez con la que podíamos acceder al mundo, dejamos de creer en el pasado y en el futuro, pero éstos no desaparecieron por ello, la realidad permanecía, pasado y futuro seguían siendo contumaz y persistentemente reales, seguían determinando nuestra diaria existencia cotidiana, porque de allí veníamos y hacia allí nos dirigíamos.

La postmodernidad es el pensamiento de esa descomposición. Su tiempo dejó de ser cíclico y se hizo lineal, a ella todo le parece relativo, incluida la explotación y agotamiento de los recursos naturales y del propio ser humano. Pero la realidad no desaparece por mucho que se la relativice. En la postmodernidad los polos se derriten y la gente sigue atada a un salario para poder comer. La guerra no desaparece por muy pacifistas que nos declaremos. Toda guerra es de colonización, siempre consecuente con la “necesidad” de dominar la naturaleza, incluyendo a los seres humanos. Pero en las batallas de la postmodernidad no caen quienes promueven las guerras, ni tampoco los generales y, como en todas las guerras, los muertos reales sigue siendo la misma gente inocente y nada relativa, la misma gente real. Y su “patriótica” muerte no puede ocultar la postmoderna realidad, su causa última y comercial.

A los tiempos de la blogosfera le siguieron los de facebook y twiter, a la ilusión de poder intervenir en el mundo como blogueros reflexivos y críticos, le sucedió la contundente realidad, que internet funciona como el mundo, que nos organiza por comunidades de ciudadanos opinantes, en nuevas comunidades virtuales que nos convocan a mostrar las mismas identidades de las viejas naciones, ahora virtualmente resucitadas: por parciales inclinaciones identitarias -raciales, sexuales, nacionales-, por preferencias ideológicas o de consumo. Tras la apariencia de la nueva virtualidad, la vieja realidad emerge de nuevo, sólo cabe un breve comentario a cada post, la ilusión intervencionista de los blogueros resulta ya definitivamente efímera y decadente. En el mundo-internet sólo cabe la adhesión, con Podemos o contra Podemos, con la casta o contra ella, pero que no me toquen el internet, el sistema. El pensamiento postmoderno ha logrado disolver el pensamiento revolucionario, pero no ha conseguido que desaparezca la realidad, que tozudamente nos sigue convocando en torno a la necesidad de la democracia, del proyecto revolucionario de vida comunitaria, ecológica e igualitaria. 

Las comunidades imaginarias fueron construidas por los estados de la modernidad sobre territorios reales, anulando así, poco a poco, en algo más de dos siglos, a las comunidades reales. A punto de agotar los recursos naturales de los territorios, el mundo-internet crea hoy nuevas comunidades artificiales en torno a los nuevos recursos virtuales, sobre los viejos territorios del conocimiento humano. Es el capitalismo que viene. Pero esta innovación no ha logrado, todavía, eliminar la natural necesidad de echar raíces que tiene la gente real. Tampoco esos nuevos territorios lo son tanto, pensemos que el conocimiento humano y las tecnologías asociadas que le acompañan, fueron siempre un bien comunal, tan real como universal, transmitido entre individuos, pueblos y generaciones. Sí, una lenta y gratuita transmisión que fue interrumpida cuando el bien común y universal del conocimiento humano comenzó a ser tratado como objeto de patente y propiedad intelectual, como un producto y una mercancía más, fuente de comercio y negocio al cabo.


No hace falta que nos lo inculque nadie, sabemos que el comunal natural universal -la atmósfera, el agua y el suelo de la Tierra- pertenecen realmente a la comunidad de la vida, mucho más amplia que la especie humana. Sabemos que sólo del conocimiento podemos afirmar que se trata de un comunal humano...y ello sin estar seguros del todo. ¿Qué es, pues, esta ficción en la que vivimos, sino un juego de rol, un juego por el que transcurre y se nos va la vida real, todo para desempeñar un papel, una representación de la vida? Hemos dejado de creer en la realidad y hemos acomodado nuestra fe a un juego de rol ilusorio: “ésta Tierra me pertenece, como todas las criaturas, cosas y conocimientos que yo pueda robar o comprar”.
  
Deberíamos reconocer que el futuro se ha esfumado, que dejó de estar entre nosotros desde el momento en que dejamos de creer en él, que ahora ya no nos vale ni para hackear el presente. Hasta para ser pesimista o crítico con el futuro habría que creer en él. En nuestro tiempo el futuro es un personaje absolutamente inverosímil, con su desaparición lo que nos queda es un tenue ensoñamiento de vida real. Valga de muestra un sólo ejemplo: todavía queda gente, cada vez menos, que quiere tener descendencia.

La libertad política y económica, como el libre comercio, fueron siempre cosa que otros -los políticos, propietarios y comerciantes- hacían por el resto del mundo, por nosotros, súbditos y empleados; ellos fueron nuestra puerta al desarrollo, ellos originaron fuertes movimientos de reforma social y política, ellos impulsaron estados y constituciones, que a su vez impulsaron más capitalismo, más desarrollo y más “democracia”. Ellos lograron convencernos de que democracia, desarrollo y capitalismo venían juntos, que eran cosas tan inseparables como evidentes. Tras el derrumbe soviético, la globalización llegaría en los años ochenta y a su rebufo se produjo la progresiva incorporación de la China comunista a los mercados; pudimos ver así dos caminos bien distintos con el mismo final, la evaporación de una esperanza de emancipación. En Occidente heredamos las mismas sociedades que en Oriente, sociedades muy débiles y estados muy fuertes. Y no parece que sea por casualidad que en la política -como en los mercados y en las guerras-, suceda siempre lo mismo, que siempre organiza y gana el juego la asociación de mercaderes y patriotas, que siempre pierden y mueren los mismos jugadores “enrolados”, el pueblo-ejército de Pancho Villa, su desorganizada clientela. 










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