lunes, 24 de febrero de 2014

EL TRABAJO COMO DERECHO, EL DERECHO COMO ZANAHORIA

La maldad, que parece gobernar al mundo y guiar su evolución, no es capaz de ocultar la maravilla que es la vida, que incluye la belleza del trabajo creativo y los esfuerzos necesarios a la existencia humana. Esa maldad la ensombrece y afea, es verdad, pero no puede impedir el impulso de perfección que la alienta. Por eso que no tengamos otra opción que enderezar el rumbo, rebelarnos, trabajar para hacer del mundo el mejor lugar para esa maravilla que es la vida.


El derecho al trabajo es considerado como fundamental y así se reconoce en las principales normas internacionales sobre derechos humanos, como la “Declaración Universal de Derechos Humanos” o el “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” y otros cuantos, además de figurar en los textos constitucionales de la mayor parte de los estados.(1)
Existe general coincidencia en situar el origen histórico del derecho al trabajo en las nuevas relaciones de dominación  surgidas en la revolución industrial. En sus comienzos, los propietarios de las industrias consideraban que su poder no necesitaba de la intromisión de las leyes del Estado para regular el contrato de trabajo, un contrato privado que sólo concernía a las partes.  

Ocultaban una cuestión trascendental acerca de la naturaleza de ese contrato: que no se daba entre iguales,  que una de las partes tenía una posición dominante sobre la otra, lo suficiente para imponer sus condiciones.  Lógicamente, la otra parte tuvo que buscar el modo de defenderse ante esa violencia legal del contrato de trabajo. Se organizaron en sindicatos, recurrieron al  sabotaje, a la ocupación de fábricas y a la huelga. Y desde el primer momento, el Estado tomó parte activa,  interveniendo “sólo” para mantener el “orden” social, es decir, en defensa de la propiedad amenazada. 
Los trabajadores y sus organizaciones reclamaban entonces al Estado algo tan imposible como que éste les defendiera frente a la propiedad, ¡cuando es a la defensa de la propiedad privada a la que se debe la existencia del Estado!  Hoy, la persistente defensa del trabajo asalariado por los sindicatos sigue confirmando la insalvable contradicción ideológica de estas organizaciones que,  con esa defensa, refuerzan la institución de la propiedad y, con ello, el sistema de dominación estatal-capitalista.
El contrato de trabajo venía a reproducir la lógica legal  del contrato social en que se fundamenta el Estado, una lógica basada en la suposición de igualdad entre las partes. Y esa suposición es la que sigue funcionando exitósamente, disimulando la barbarie de la dominación, ocultando el “desorden social” esencial, inherente a la propiedad de los medios de producción y al trabajo asalariado, al desorden  estructural y sistémico que defiende el Estado.
Pues bien, sobre ese desorden sistémico se construye  la ficción del "derecho" al trabajo; miremos al "derecho" que miremos, a cualquiera de los  proclamados por el Estado  (a la justicia, a la vivienda, a la educación, a la libertad de expresión, a la democracia misma,…), la evidencia de esa ficción es meridiana y palpable: lo que llaman “derecho” es una zanahoria,  la que  permite reproducir el  movimiento continuo que hace funcionar la noria  estatal, la industria  capitalista.

“A lo largo de la historia, la institución del trabajo asalariado ha surgido de la esclavitud (los primeros contratos de trabajo en la historia, desde Grecia hasta las ciudades-estado de Malaya, eran en realidad para alquilar esclavos), y también ha tendido a estar estrechamente vinculada a varias formas de esclavitud por deuda (tal y como sucede en la actualidad). Hablamos de tales instituciones usando el lenguaje de la libertad, pero en la mayor parte de la historia, lo que nosotros consideramos libertad económica ha sido fundamentada en una lógica que es  la mismísima esencia de la esclavitud”. (2)
(2) De “La deuda. Los primeros 5.000 años”, David Graeber (nº 12 revista Mute, 2009)


¿Y si trabajar no fuera un derecho, sino un deber?

Desde que somos bípedos no hemos dejado de crear herramientas que nos faciliten el trabajo, que nos aminoren las fatigas resultantes del trabajo. La herramienta es un útil personal que, sin eliminar el trabajo, lo hace más llevadero. Parecería que con las máquinas podría suceder algo parecido y aún mejorado,  la producción de cosas en utilidad y cantidad antes impensables, cuando sólo contábamos con la simplicidad de la herramienta. Pero no fue así, con la máquina todo cambió; aunque no eliminaba del todo el trabajo necesario a su funcionamiento, sí destruía muchos puestos de trabajo.  Tampoco ésto era en sí mismo  un problema insalvable, ya que los trabajos “sobrantes” podrían ocuparse en producciones distintas, cuando la producción de lo necesario a la sociedad parecía estar asegurada con las máquinas. Con la reducción del esfuerzo humano y del tiempo dedicado al trabajo, las máquinas parecían un gran avance de la creatividad humana...pero sucedió que aquellas máquinas no venían sólas, que no eran producto inocente del ingenio humano, sino que fueron ideadas y empleadas para fines bien distintos, inaugurando una revolución industrial que cambió, para mal, el rumbo de la humanidad.

La herramienta antígua era asequible a un sólo productor, e incluso podía ser compartida por varios en un mismo taller, como así ocurriera con las primeras máquinas diseñadas por artesanos.  Pero algo importante sucedió cuando la propiedad de la máquina empezó a ser ajena al artesano que la manejaba. Esta propiedad afectaba no sólo a la máquina, también al resto de elementos que intervenían en el proceso productivo, incluido al trabajo humano y su producto resultante. Se falta a la verdad cuando se dice que las máquinas destruyen puestos de trabajo, es su propiedad quien lo hace.

La propiedad de los medios de producción no es un invento tan reciente como las máquinas industriales. Tiene antecedentes en una expropiación anterior y progresiva, histórica, de los recursos naturales y de la tierra comunal…propiedad y  esclavitud unidas desde siempre, íntimamente relacionadas para el beneficio ilegítimo, transformable y acumulable, en dinero y capital. El paso de los siglos no puede borrar la mala imagen del dinero como icono de la propiedad, ello explica que siendo tan deseado sea también tan despreciado, siempre asignado su manejo a las artes del hurto y el engaño, a la oscuridad y al anonimato convenientes a la comisión de un delito. Por eso que los economistas llamen acumulación a la avaricia, por vergüenza ajena, por disimular el origen asocial y delictivo del capitalismo, su mala conciencia (esa vergüenza nunca la tuvo el artesano respecto del  honrado “capital” que era su herramienta).


Supongamos ahora que el trabajo no fuera un derecho (una zanahoria), que no fuera otra cosa que una necesidad vital, un deber con el que cumplir; no por imposición ajena, sino por propia y voluntaria decisión, como condición inseparable de la existencia y de la vida en sociedad; un esfuerzo individual y colectivo para satisfacer  las necesidades propias al mantenimiento y reproducción de la vida humana, una ineludible responsabilidad personal y social. Pues si así fuera, mirad a dónde hemos llegado con tan atrevida suposición, mirad lo que resulta, cómo, de un momento y de un tacazo hemos acabado con el paro:

Resulta que si trabajar es deber y no derecho, pasamos inmediatamente de padecer su escasez a disfrutar de su abundancia. De repente, las máquinas dejan de ser excusa para la destrucción del trabajo. Ahora somos mucha más gente trabajando y, por tanto, necesitamos trabajar mucho menos que antes. Trabajan todas las personas que están en condiciones de hacerlo, sólo están excusados los niños muy pequeños y las personas totalmente incapacitadas. Resulta que, siendo voluntario el trabajo y habiendo desaparecido el puesto de "propietario", la explotación es imposible. Si, además, cada comarca o ciudad tienen la responsabilidad de gestionar sus recursos y de gobernarse a sí mismas, el trabajo comunitario (al que bien podemos llamar Democracia) pasa a ser un deber de todos y, en consecuencia, los políticos y gobernantes sobrantes -o sea todos-, pasan a ser útiles en otros trabajos realmente productivos para la comunidad…¡mucha más gente a echar una mano!

Resulta que ahora, cuando el trabajo es un deber, producimos lo mismo o más que cuando era un derecho; sucede que no sólo ahorramos costes al suprimir gobiernos innecesarios, sino que, en el mismo lote, nos ahorramos el  gravoso coste social y económico de muchísimos más puestos improductivos, asociados a esos gobiernos: políticos, funcionarios, banqueros, rentistas, militares, policías…¡bienvenidos unos cuantos millones más de personas que ahora aportan su esfuerzo, en beneficio de sí mismos y de toda la sociedad!

Resulta que quienes antes dedicaban gran parte de su vida al estudio en escuelas y universidades, ahora lo hacen también en muchos otros espacios  sociales, en  talleres técnicos y artísticos, en fábricas y laboratorios, en la mar y en el campo, en todo tipo de centros productivos y de servicios públicos …así, ahora contamos con otros cuantos millones de aprendices aportando también su trabajo personal a la comunidad, al tiempo que en ello encuentran oportunidad para ejercitar sus habilidades, para desarrollar su creatividad, para adquirir más y mejor conocimiento.

Resulta que los logros van todavía más allá, porque hemos dejado de producir muchas de las gilipolleces, cosas superfluas e innecesarias, que antes producíamos; ahora podemos dedicar mucho más tiempo a hacer cosas realmente útiles a nuestras necesidades materiales y espirituales, culturales y sociales, a realizar actividades que antes eran lujo exclusivo de quienes acumulaban tiempo y dinero…claro, que llegados aquí, nos empieza a suceder algo extraño y revolucionario:  que ya no distinguimos el trabajo de la vida.

En resumen: ninguna ley estatal o multiestatal,  como ningún sindicato, podrán borrar nunca la historia del trabajo asalariado, ese tufo a esclavitud que le acompaña.

Notas:
(1) En su artículo 23, la Declaración Universal  de Derechos Humanos proclama que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social. Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses”.
El artículo 35 de la Constitución Española proclama: “1. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo. 2. La ley regulará un estatuto de los trabajadores”.

(2) De “La deuda. Los primeros 5.000 años”, David Graeber (nº 12 revista Mute, 2009)




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